San Juan de la Cruz, un coloso

San Juan de la Cruz, un coloso

San Juan de la Cruz es un coloso. Se ve de todas partes. Hay que mirar. Poeta místico exorbitante, unió contrarios en equilibrio improbable. La nada y el todo, el tiempo y la eternidad, el cuerpo y el alma, el hombre y Dios. De niño, huérfano de padre, el hambre lo hizo crecer enclenque, casi sin estatura. La falta de pan motivó su radicalismo. Infinita desgracia la de morirse de hambre. Y más si es del alma también. El hambriento de amor, ¿qué admiración no despierta?, sobretodo si resuelve morirse a manos de la belleza. “Descubre tu presencia / y máteme tu vista y hermosura...” En tal imprecación sabe que “en aquel mismo punto que la viese sería arrebatado a la misma hermosura, y absorto en la misma hermosura, y transformado en la misma hermosura, y ser hermoso como la misma hermosura y enriquecido como la misma hermosura” (Cántico 11, 9).

¿Hay algún despropósito en hablar de espiritualidad erótica? Espiritualidad encendida, sutil, tierna, delicada. “Enciéndese la voluntad en amar y desear y alabar y agradecer y reverenciar y estimar y rogar a Dios con sabor de amor... que es el bálsamo divino que conforta y sana al alma con su olor y sustancia” (Cántico 25, 5). Con un amor que llega más allá de los contornos del universo. “¡Oh llama de amor viva / que tiernamente hieres / de mi alma en el más profundo centro”. Versos que manifiestan la vocación mística del hombre y del universo, y sin la cual todo queda incompleto; y que son respuesta anticipada a lo que un día enunció André Malraux con extrema lucidez: “El siglo XXI será místico o no será”.

Un juglar del siglo veinte construyó su casa en el aire. En todas partes y a todas horas hemos cantado su canción. Ya en el siglo dieciséis, un moribundo había construido su mansión aérea de palabras, un material al alcance de la mano, y que a pocos se les ocurre emplear, al menos con destreza tan descomunal. Se pasó los días y las noches puliéndolas en el desamparo de ‘una carcelilla’ hasta que el ajuste entre pieza y pieza alcanzaba escalofriante perfección. Una mansión de ensueño que ningún epulón consigue siquiera imaginar en sus extravíos de felicidad. “La más encendida obra de la lengua castellana”, dijo al desgaire J. L. Borges.

CONJURO DE BELLEZA

S. Juan de la Cruz es poeta místico. Las dos palabras en unidad inconsútil. En él es inimaginable lo uno sin lo otro. Un lenguaje aprisionador de belleza que es amor, de amor que es belleza. Juan Ramón Jiménez, que lo leyó por años y años según propia confesión, vio en él un romántico absoluto, delicado, exquisito, “en el sentido superior de humanidad... que hace del amor humano poesía humana y divina a un tiempo”. El lector se queda atónito de que un hombre escuálido y diminuto haga de una cárcel conventual, lugar desapacible por estrecho, sucio y maloliente, un laboratorio de sublime hermosura. Maestro de discípulos acostumbrados al feo vicio de verlo todo difícil o imposible, les muestra en cada verso y cada estrofa un horizonte de pasmosa hermosura y simplicidad. En un lugar “donde toda incomodidad tiene su asiento”, vuelve fácil lo difícil, posible lo imposible cantando su inimaginable desventura en versos derretidos de amor y de belleza.

Los versos de Juan son un prodigio de ritmo y luminosidad. Banquete para ojos y oídos, hablan siempre de “noticia oscura y confusa y general” hasta desconcertar al lector, que entrevé de tanto en tanto, mientras lee, la noche oscura más clara “que la luz del mediodía”. Contrario a la noticia clara y distinta de cartesianos y escolásticos.

“El aire de la almena / cuando yo sus cabellos esparcía / con su mano serena / en mi cuello hería / y todos mis sentidos suspendía”. Cuando el lector se propone inquirir qué significan estos versos, ya el arrobamiento se ha apoderado de él dejando en suspenso su capacidad de entender. Sin notarlo, se ha vuelto otro siendo el mismo. Mientras lee asiste a una imprevista transmutación de magia, entendida como “una corriente de secreta simpatía que une las partes con el todo” de que habla Octavio Paz en Arte Mágico. La metamorfosis que le acontece al lector aun sin darse cuenta.

El poeta conjura la belleza en la palabra. Viven en asociación indisoluble poeta, belleza y palabra. Van de la mano en cada gesto. “Decidle que adolezco, peno y muero”. El poeta vive penando y muriendo. De belleza y amor. “Decid a mi Amado que pues adolezco y él solo es mi salud, que me dé mi salud; y que pues peno y él solo en mi gozo, que me dé mi gozo; y que pues muero y él solo es mi vida, que me dé mi vida” (Cántico 2, 8).

Poeta lírico incomparable, Juan de Yepes aprisiona la pena del amor en unos versos de arrobadora musicalidad. “El aire de la almena / cuando yo sus cabellos esparcía / con su mano serena / en mi cuello hería / y todos mis sentidos suspendía”. Extraña suspensión de infinito, experiencia en plenitud.

CONOZCO LO QUE AMO

Decimos que para amar algo hay que conocerlo. San Juan de la Cruz brinda un nuevo paradigma: conozco lo que amo. El amor lleva al conocimiento. Una sospecha que a comienzos del siglo XXI tiene más y más aceptación. Las cosas no me pertenecen; les pertenezco yo a ellas, sin otro referente que el amor. Las conozco en la medida en que las amo. El amor es la persona dándose. Desacostumbramiento de que para amar algo hay que conocerlo, pues conozco lo que amo.

Rosa Rossi, con penetrante mirada femenina, escribió: “El primer lenguaje del que debió gozar intensamente Juan de la Cruz en el Carmelo Descalzo proyectado por Teresa de Jesús tuvo que ser el espacial: el lenguaje del morar; el lenguaje de la casa”. Una casa construida de palabras. “Casas pobres y precarias, donde lo dominante era el lenguaje de la sombra, la estética de las cosas pequeñas y sobrias”. Nada raro que Teresa y Juan sean orfebres del lenguaje, clásicos del buen decir.

Un día el apóstol Tomás se encontró ante algo que lo desbordaba; dedos incapaces de tocar lo intangible. Pidió un plazo de afinamiento. Necesitaba una transformación total para adorar: “¡Señor mío y Dios mío!” A San Juan de la Cruz el Resucitado le ofreció el conservatorio de una carcelilla para cantar lo inefable. Gracias a la calidad del prisionero, los carceleros se convirtieron en insignes bienhechores de la humanidad. Imposible mayor admiración y gratitud. El artista le confesó a una amiga en secreto: “Ni siquiera una sola de las gracias que allí me ha hecho Dios se podría pagar con muchos años de aquella carcelilla”. Leer y cantar lo que allí quedó aprisionado en la palabra es un regalo que el lector no tiene cómo agradecer. Mi gratitud relee sin cesar: “de manera que nombre que justo cuadre a aquello que aquí dice el alma, que es la felicidad para que Dios la predestinó, no se halla” (Cántico 38, 9). Los versos de Juan aprisionaron lo inefable, aquello para lo cual no hay nombre que al justo cuadre.

TRATADOS DE AMOR

En 1926 S. Juan de la Cruz fue declarado doctor de la Iglesia universal. Un doctor poeta, un poeta doctor, que habla de Dios con el refinamiento de la palabra hecha música, de la música hecha palabra. Que eso es la poesía. Sus versos, embriagantes de dulzura y suavidad, sólo pudieron incubarse en una garganta de mujer, según Eduardo Caballero Calderón. Teología sapiencial, amor delirante, vida en plenitud. Eso es el místico. Su teología está por explorar.

La obra de Juan es un tratado cristológico, eclesiológico, ecológico, escatológico y bautismal. Todo a la vez.

Un tratado cristológico, una cristología. El Cántico Espiritual comienza: “¿Adónde te escondiste, Amado, - y me dejaste con gemido...? El Amado por el cual solloza el alma enamorada, es “el Verbo Hijo de Dios, su Esposo”, con el cual desea unirse “por clara y esencial visión” (1, 2).

El canto continúa: “Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura / y yéndolos mirando / con sola su figura / vestidos los dejó de hermosura”. Versos que el mismo poeta comenta: “El Hijo de Dios es resplandor de su gloria y figura de su sustancia [...] Con sola esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas, que fue darles el ser natural [...] haciéndolas acabadas y perfectas [...] Y con sola esta figura de su Hijo las dejó vestidas de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural” (6, 4). El perfume embriagador de la presencia divina en todo cautivó a Juan.

A Juan lo seduce el misterio de la Encarnación. “Una de las cosas más principales por que desea el alma ser desatada y verse con Cristo (Filp. 1, 23) es por verle allá cara a cara, y entender allí de raíz las profundas vías y misterios eternos de su Encarnación, que no es la menor parte de su bienaventuranza [...] Por lo cual, así como cuando una persona ha llegado de lejos, lo primero que hace es tratar y ver a quien bien quiere, así el alma lo primero que desea hacer, en llegando a la vista de Dios, es conocer y gozar los profundos secretos y misterios de la Encarnación” (Cántico 37, 1).

Toda la obra sanjuanista es una cristología, y no sólo el capítulo veintidós del libro segundo de la Subida del Monte Carmelo, en donde, según la carta a los Hebreos, afirma: “En estos días nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez. En lo cual da a entender que Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo” (S 2, 22, 4).

La relación de amor con el Verbo encarnado es el secreto único del crecimiento humano, pues en Él, por Él y para Él han sido creadas todas las cosas y todo se mantiene en Él, según el impresionante himno de Colosenses (1, 16-17).

La obra de Juan es una eclesiología. La Iglesia es la comunidad de los creyentes en Jesucristo que guiados por el Espíritu Santo se encaminan a la casa del Padre. En Subida del Monte Carmelo (2, 5, 3) plantea ‘la unión del hombre con Dios’ como meta del desarrollo humano. Hay una unión sustancial entre Dios y las criaturas, que siempre existe aun en el mayor pecador. Y otra, por semejanza de amor, que es tarea permanente, que transforma al hombre en Dios por amor, y sin la cual el ser humano está incompleto. Es el propósito de la oración, que Juan presenta en este maravilloso verso endecasílabo: “Que ya sólo en amar es mi ejercicio”. O en este otro más atrevido: “Amada en el Amado transformada”. Espiritualidad comunitaria, de relación de amor, de comunión.

La obra de Juan es un tratado ecológico, una espiritualidad telúrica. La primera mitad del Cántico Espiritual es un canto de amor a la creación y de comunión con ella. “Buscando mi amores... ¡Oh cristalina fuente...! Mi Amado las montañas... La música callada / la soledad sonora / la cena que recrea y enamora”. Versos arrobadores que cantan el desposorio con la creación. En la Oración de alma enamorada escribe: “Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues, ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti”. Hasta su prosa es poesía. El ritmo y la cadencia lo acompañan en revestir de palabra lo indecible. Colin P. Thompson escribe: “El lenguaje ha sido socavado y se le hace decir lo contrario de lo que las palabras significan.”

La relación entrañable con el cosmos, con la madre tierra, muestra una espiritualidad telúrica admirable: “El aspirar del aire / el canto de la dulce filomena / el soto y su donaire / en la noche serena / con llama que consume y no da pena.” Este aspirar del aire que es “la comunicación del Espíritu Santo [...] con que Dios transforma al alma en sí, le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay decirlo por lengua mortal” (Cántico 39, 3).

La obra de S. Juan de la Cruz es además un tratado escatológico. “Allí me mostrarías / aquello que mi alma pretendía / y luego me darías / allí, tú, ¡vida mía!, / aquello que me diste el otro día”. El comentario indica lo que anhela por lo que tiene. “Esta pretensión del alma es la igualdad de amor con Dios [...] porque el amante no puede estar satisfecho si no siente que ama cuanto es amado. Y como el alma ve que, con la transformación que tiene en Dios en esta vida, aunque es inmenso el amor, no puede llegar a igualar con la perfección de amor con que de Dios es amada, desea la clara transformación de gloria en que llegará a igualar con el dicho amor.” (Cántico 38, 3). Excelente texto. Por lo que ama, el amante anhela la plenitud de lo que ama. Toda la obra de Juan es un forcejeo escatológico, de anticipo del futuro en el presente.

La obra de S. Juan de la Cruz es también un tratado bautismal. Según su origen griego, bautismo es inmersión; inmersión en el ser divino que mora en el fondo del hombre. El agua es el símbolo del bautismo. Dios es el agua en que el hombre está llamado a sumergirse. “El que no nazca del agua que es el Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3, 5). El Reino de Dios es Dios mismo. El agua es para beber y para sumergirse en ella. Eso es Dios para el hombre.

En el Cántico Espiritual leemos: “En la interior bodega / de mi Amado bebí...” Con este comentario: “Así como la bebida se difunde y derrama por todos los miembros y venas del cuerpo, así se difunde esta comunicación de Dios sustancialmente en toda el alma, o, por mejor decir, el alma se transforma en Dios, según la cual transformación bebe el alma de su Dios según la sustancia de ella y según sus potencias espirituales. Porque según el entendimiento bebe sabiduría y ciencia, y según la voluntad bebe amor suavísimo, y según la memoria bebe recreación y deleite en recordación y sentimiento de gloria” (26, 5).

El evangelista escribe fuera de sí: “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí. De su seno manarán ríos de agua viva” (Jn 7, 37-38). El bautismo comienza en el nacimiento y culmina en la muerte. Morir es sumergirse definitivamente en Dios. “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn 13, 1), dice el evangelio en una afirmación a la cual hay que volver constantemente. La vocación del ser finito consiste en sumergirse sin cesar en el ser eterno. El contenido de la toda la obra del poeta místico.

VANO ES EL TURBARSE

En Juan, como en Teresa, a la par que el amor, el desapego es un requerimiento radical. En la medida en que hay apego no hay amor. No hay que poner en las cosas afecto ni gusto, “porque no dejen efecto de sí en el alma... Donde  no hay aficiones de propiedad, no le harán daño (Subida 3, 15, 1).

"Las operaciones de la memoria y de las demás potencias (entendimiento y voluntad) en este estado  (de unión) todas son divinas, porque poseyendo ya Dios las potencias como ya entero señor de ellas por la transformación de ellas en sí, él mismo es el que las mueve y manda divinamente según su divino espíritu y voluntad.

Y entonces es de manera que las operaciones no son distintas, sino que las que obra el alma son de Dios y son operaciones divinas; que, por cuanto, como dice S. Pablo (1 Cor 6, 17), el que se une con Dios, un espíritu se hace con él, de aquí es que las operaciones del alma unida son del Espíritu Divino, y son divinas” (Subida 3, 2, 8).

“Sin arrimo y con arrimo”, uno de sus poemas menores, expone en forma admirable la armonía entre amor y desapego, lo propio de la vocación mística:

“Mi alma está desasida / de toda cosa criada / y sobre sí levantada / y en una sabrosa vida / sólo en su Dios arrimada / por eso ya se dirá / la cosa que más estimo / que mi alma se ve ya / sin arrimo y con arrimo”.

S. Juan de la Cruz propone al hombre del siglo XXI la medicina que sana una cultura de sentimientos negativos de tristeza, violencia, codicia, odio y desconfianza:

"Claro está que siempre es vano el conturbarse, pues nunca sirve para provecho alguno. Y así, aunque todo se acabe y se hunda y todas las cosas sucedan al revés y adversas, vano es el turbarse, pues, por eso, antes se dañan más que se remedian. Y llevarlo todo con igualdad tranquila y pacífica, no sólo aprovecha al alma para muchos bienes, sino también para que en esas mismas adversidades se acierte mejor a juzgar de ellas y ponerles remedio conveniente […]

En todos los casos, por adversos que sean, antes nos hemos de alegrar que turbar, por no perder el mayor bien que toda la prosperidad, que es la tranquilidad del ánimo y paz en todas las cosas adversas y prósperas, llevándolas todas de una manera" (Subida 3, 6, 3-4).

Hace falta más sensibilidad para alimentar sentimientos positivos que negativos, suceda lo que sucediere, y no pensar que quien no se deja llevar por la tristeza o la rabia es porque no tiene corazón. La alegría y la serenidad son sentimientos verdaderamente humanos. El embriagador poema lírico que es el Cántico Espiritual nació en una atmósfera de extrema adversidad. Lección sobrecogedora del poeta místico para consuelo de tanta desventura. Al lado de la patética confesión de Job: “Aunque me mates, seguiré confiando en Ti” (13, 15).

El hermoso libro “Canciones en la noche” de Colin P. Thompson, sobre S. Juan de la Cruz, Madrid, Trotta, 2002, tiene este final, que puede ser también el mío:

“En una época (de la Inquisición) en la que las imágenes de Dios parecen terribles y tiránicas y la gente tiene que ser amedrentada hasta la sumisión y controlada con amenazas y castigos, el Dios de Juan busca a sus hijos en el amor, que puede ser herido por ellos, pero no deja de buscarlos. Está lleno de belleza y gracia, y las confiere al alma. El matrimonio entre lo divino y lo humano es su obsequio. No debemos ignorar la significación de tal comprensión de la naturaleza de Dios en la España de la segunda mitad del siglo XVI. Debemos restaurarla a la posición que le corresponde, como parte de la historia de la Iglesia durante ese período y un bienvenido y aliviador contrapeso al temor de la divergencia respecto a una norma inflexible.”

AUTOR: P. Hernando Uribe Carvajal OCD