María: signo de nuestra esperanza

Vergine-Maria-in-preghieraY después, Pentecostés. Llega el momento de la Iglesia misionera, apostólica, evangelizadora; de la Iglesia profética, que sale del Cenáculo. Allí está María, que preside la comunión y la oración de los apóstoles. La Iglesia nace en la plena docilidad de María al Espíritu...

 


 

Vivir en su plenitud de fe, en su ardor de caridad y en su perfecta docilidad al Espíritu

Siempre es gozoso celebrar una fiesta de Nuestra Señora. Se nos llena el corazón filial de una alegría muy honda y contagiosa. Sentimos su presencia maternal en nuestra vida. Más cuando estamos contemplando el misterio de la Iglesia; cuando estamos meditando en esa fe viva, que se llama oración, el misterio de la Iglesia.

La esperanza es camino y María nos enseña a subir y nos lleva al Monte Santo que es Cristo. La esperanza es tensión hacia la meta definitiva y María nos abre, glorificada ya en el cielo esa meta definitiva. Allí en el Reino consumado, está nuestro verdadero nombre, el nombre que alcanzaremos un día cuando entremos en el reposo definitivo del Padre; y María es la luz que anticipa esta esperanza para todos los que peregrinan. Ella es “signo de esperanza cierta “, como la llama el Concilio.

María es la “nubecilla” bíblica que se va agrandando hasta cubrir el cielo y dejar caer la lluvia sobre la tierra, María de Nazaret, la pequeña, la pobre, misteriosamente fecunda por la acción del Espíritu Santo, deja caer la lluvia que es Cristo el Señor, el salvador de los hombres, nuestra paz, nuestra única esperanza. ¡ Cómo se nos ensancha el corazón en María de la Esperanza, cuando sentimos también nosotros el corazón demasiado reseco y demasiado sediento, como la tierra de Israel, como la Galilea, cuando recibió la lluvia misteriosa del profeta ¡

Sedientos estaban los siglos cuando el ángel se apareció en Galilea a una mujer pobre y le dijo que pronto iba a venir la lluvia, que pronto iba a nacer la paz, el Salvador, que pronto se iban a cumplir los tiempos señalados por el Padre, la plenitud de los tiempos, y que nacería de Ella Alguien que nos traería la paz, la salvación y la vida. Esto nos llena de esperanza.

 

Nuestra Señora de la Esperanza nos abre de nuevo el corazón a una esperanza firmísima

Cuando vemos que nos queda largo camino por andar y podemos sentir la tentación del miedo y de la duda. Porque ahora que estamos en el monte estamos bien; pero cuando bajemos y empecemos a pisar otra vez las espinas de cada día y experimentemos el calor del desierto y se nos vayan llagando los pies y nos vayamos sintiendo más solos y el trabajo nos golpee y las contradicciones nos hieran, todo será distinto.

La Iglesia que creemos. Que amamos, que gustamos, Esa Iglesia que somos, que llena tan hondamente nuestro corazón y nuestra boca, esa Iglesia que gritamos a cada rato, esa misma es la Iglesia que después, cuando bajemos de la montaña santa, tenemos que gritar, que proclamar, que testificar y que construir con todos los hombres nuestros hermanos, con los Obispos, con el Papa, con los sacerdotes, con los niños, con los jóvenes, con los obreros, con toda la gente que espera nuestro descenso del monte. Allí donde está Nuestra Señora es donde está Cristo y la Iglesia.

Estas tres dimensiones tienen que iluminar el misterio de nuestra vida consagrada. La Iglesia nace en la plenitud de fe de María en la Anunciación; en su ardor de caridad, en la cruz; en su plena docilidad al Espíritu, en Pentecostés. Son como los tres momentos del nacimiento de la Iglesia: la Anunciación, el Calvario, Pentecostés. Tres momentos de progresivo nacimiento de la Iglesia. Y en las tres está María, en los tres está el

Espíritu Santo formando progresivamente a Cristo. El Cristo, Hijo de Dios, que toma, de las entrañas virginales de María, la fragilidad de nuestra carne.

 

En la Anunciación

En este momento de la Anunciación está María con su Sí, con su Fiat, está la plenitud de su fe. María que dice Sí. Y dice que Sí porque sabe que ese Dios, que es amor, se lo pide, lo puede todo. Entonces no duda y le dice que Sí: “Yo soy la servidora del Señor, que se haga en mí según tu palabra.” La Iglesia nace de la plenitud de la fe de María, en la sencillez de su Sí total, generoso, radical a la Palabra.

Cambió la historia cuando María dijo Sí. Va a llegar el momento en que la nube, preñada de Cristo, se abra sin partirse, sin quebrarse. En la virginidad nos dará la luz, la

Alegría, la paz, la esperanza, porque María dijo que Sí. Por eso Isabel le dirá: “Bienaventurada tú porque has creído, porque dijiste que sí” Pero también bienaventurados nosotros, María, porque Tú dijiste que Sí.

Es el momento de renovar la determinación y la alegría de nuestro Sí. E en la plenitud de fe de nuestro corazón nacerá la Iglesia. Esa Iglesia que debemos llevar después en misión, que debemos a todos los hombres gritar.

Señor, cuántas cosas me has mostrado, cuántos horizontes me has abierto. Yo cierro los ojos, y como María de Nazaret, te digo que Sí, para que la Iglesia empiece a nacer en mi corazón. Yo te digo que si con toda el alma.

Señor, creo, te digo que Sí soy tu siervo hágase en mí según tu palabra. Vuelvo, Señor, con más conciencia que nunca,  a renovar el Sí que dije en mi profesión, primero, y que pronuncié, después, ya de una manera más conciente, más definitiva, en la Profesión.  Perpetua, Señor, te digo que sí desde el Corazón de nuestra Señora la Virgen Fiel. Ahí empieza la Iglesia.

 

En El Calvario

El segundo momento de este nacimiento de la Iglesia es el  ardor de caridad de María, ardor de amor. ¿Cuándo se expresa más plenamente este amor?

En la donación de la Cruz; ahí está el signo más pleno de amor. Y ahí del costado de Cristo que se da, que muere por amor al Padre y a los hombres, nace la Iglesia simbolizada en la sangre y en el agua: Bautismo y Eucaristía, Espíritu Santo en el agua y en el fuego.

Nace la Iglesia del costado de Cristo y allí está María, serena, al pie de la cruz. “Junto a la Cruz de Jesús estaba María, su Madre…”

En este amor de María nace,  también para nosotros, la Iglesia. Gracias, maría porque también allí dijiste que Sí. Pero, gracias porque no fue solamente en la Cruz, porque tu amor se hizo contemplación, primero, y se hizo servicio a los hermanos, después; por-

Que tu amor se hizo redención y siempre culminó en la cruz. Se hizo contemplación en el amor y se hace profundidad, intensidad, intimidad y convivencia con El. María que guarda todas estas cosas y las conserva en su corazón. El

Amor se ha hecho contemplación, pero el amor se ha hecho después servicio en María, que sale presurosa hacia la montaña donde está Isabel para llevarle la presencia de Cristo, del Salvador; para hacer caer, anticipadamente, algunas gotitas e esa lluvia que ha sido engendrada en Ella y por Ella. El amor se hace servicio en  Caná de Galilea cuando María anticipa, en cierto modo,  la hora de Jesús, resolviendo un problema a los jóvenes esposos. El amor de María siempre se hizo servicio.

El amor de María se hace redención cuando nos entrega a Jesús en una inmolación total, en pura fe, partiéndosele el alma en un sufrimiento tremendo, en un martirio espiritual, solo posible en una grandeza tan  fuerte como la pequeñez de María. En esa inmolación se da la redención. El amor que se hace redención en la Iglesia. ¡Cuánto tenemos que aprender ¡ María, enséñanos también a nosotros a vivir así.

Queremos que la Iglesia nazca en nuestro ardor de caridad. Un amor, Señora, que sea contemplación continua y servicio generoso a los hermanos, que sea, sobre todo, una oblación gozosa en la Cruz, hemos meditado, hemos descubierto y saboreado el misterio de la Cruz; ayúdanos a que nazca en nuestro corazón la Iglesia.

 

En el Cenáculo

Y después, Pentecostés. Llega el momento de la Iglesia misionera, apostólica, evangelizadora; de la Iglesia profética, que sale del Cenáculo. Allí está María, que preside la comunión y la oración de los apóstoles. La Iglesia nace en la plena docilidad de María al Espíritu.

Desde entonces será María de la Esperanza, la que nos iluminará, porque empezará la Iglesia a peregrinar saliendo del Cenáculo: a Jerusalén, a Galilea, a Samaría, hacia todos los confines de la tierra. Y María estará misteriosamente presente como Nuestra Señora del Camino, de La Esperanza. No solo mientras vivió, sino también ahora, glorificada en cuerpo y alma en los cielos, siendo esperanza cierta, va acompañando esta Iglesia

Nuestra que peregrina en la cruz, proclamando la muerte del Señor y anticipando su venida. María del Camino, de la Esperanza, en la plena docilidad al Espíritu, dejándose invadir plenamente y conducir por Él. Porque el camino de la esperanza es una peregrinación en el Espíritu.

Que también nosotros Señora, nos dejemos invadir plenamente por el Espíritu, que seamos dóciles, sencillos, gozosamente fieles al Espíritu Santo. Que caminemos en la fe increblantable de la esperanza, que contagiemos la esperanza a los demás; Que contigo, María, lleguemos al monte e la Esperanza, donde reinaremos y gozaremos en la comunión definitiva del Padre, a quien dijiste que Sí; del Hijo, a quien nos trajiste al mundo; del Espíritu, por quien te dejaste conducir.

 

Oración

Señora de la Pascua: Señora de la Cruz y de la Esperanza, Señora del viernes y del domingo, Señora de la noche y de la mañana, Señora de todos los caminos, porque eres la Señora del “Tránsito” o la “Pascua”.

Escúchanos. Hoy queremos decirte: “Muchas gracias.” Muchas gracias, Señora, por tu Fiat, por tu completa disponibilidad de “Esclava “. Por tu pobreza y tu silencio. Por el gozo de tus siete espadas. Por el dolor de todos tus caminos, que fueron dando la paz a tantas almas. Por haberte quedado con nosotros a pesar del tiempo y las distancias.

Tú conoces el dolor de la partida porque tu vida fue siempre despedida. Por eso fuiste “feliz” y fue fecunda tu vida. Todo fue por haber creído (Lc. 1,45). Porque le dijiste al Señor que Sí, en aquel mediodía de los tiempos (cf. Lc. 1,38). Apenas el Señor bajó a tu pobreza, comenzaron tus partidas. “El ángel se alejó “, y Tú te fuiste “sin demora a una montaña de Judá”   (Lc 1,39 ). Allí hiciste felices a Isabel, tu prima, y al niño que llevaba en sus entrañas. Cumplida tu tarea, regresaste sencillamente a tu casa (Lc. 1,56).

Otro día (u otra noche), cuando esperabas en tu silencio de Nazaret, te llegó otra orden de partida; a Belén de Judá, la ciudad de David ( cf. Lc. 2,4 ), porque allí, en la Casa del Pan. Había de nacer el Niño ( cf. Miq. 5,2). Tu partida costosa fue el preanuncio de la salvación, que ya llegaba en la primera Nochebuena de los siglos.

Una noche, inesperadamente, el Ángel el Señor le habló a tu esposo, y “José se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se fue a Egipto” (Mat. 2,13-14) Fue la tercera vez que pedían tu partida Más tarde cuando ya te habías acostumbrado a lo provisorio del destierro, otra vez el Ángel del Señor habló a José y le dijo; “Levántate, toma al Niño y a su madre y regresa a la tierra de Israel “(Mt. 2,20) Tu vida estaba señalada por las despedidas. Otra vez, cuando el Niño era ya grande y Tú le habías enseñado a orar, se te quedó misteriosamente perdido en el templo. Ahora era Él el que partía. “¿Porqué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?” Y Tú no entendiste el sentido total de la partida (cf. Lc. 2,49-50).

Después, en Caná de Galilea, cuando se manifestó el Señor en el primero de sus signos, por hacer bien a los demás, Tú te olvidaste e ti misma y le pediste que adelantara “la hora” de su partida (cf. Jn. 2,4). Y El partió a “llevar la Buena Nueva a los pobres, a anunciar a los cautivos la liberación, y a los ciegos la vista, a dar libertad a los oprimidos (Lc. 4,18)

Mientras tanto,  Tú lo acompañabas desde cerca y desde adentro, rumiando en tu corazón la Palabra que El iba predicando (cf. Lc. 11,28). Hasta que llegó la tarea de un viernes en Jerusalén.  Era la hora de  la Pascua y la partida. La noche antes, en el Cenáculo, Él celebró la cena de la despedida. Era también la cena de la amistad y la presencia, de la comunión fraternal y del encuentro.  Amarrado por los hombres a los brazos de la cruz, Él se descolgó para subir al Padre, Tú mirabas la partida desde abajo y desde cerca, bien serena y fuerte (cf. Jn. 19,25) El corazón de la cruz era el punto inicial de su partida. Y también de su regreso: “Me voy y volveré a vosotros”. Mezcla extraña de gozo y tristeza: “También vosotros ahora estáis tristes, pero yo os volveré a ver y tendréis una alegría que nadie os podrá quitar” (Jn. 16,22)

Señora del silencio y de la Cruz, Señora del Amor y de la entrega, Señora de la Palabra recibida y de la palabra empeñada. Señora de la paz y la Esperanza. Señora de todos los que parten, porque eres la Señora del camino de la pascua.

También nosotros hemos celebrado ahora la Cena de la despedida. Hemos comido con-tigo el Cuerpo del Señor, hemos partido juntos el pan de la amistad y unión fraterna. Nos  sentimos fuertes y felices. Al mismo tiempo, débiles y tristes. Pero nuestra tristeza se convertirá en gozo y nuestro gozo será pleno y nadie nos lo podrá quitar (cf. Jn. 16,20-24).

Enséñanos María, la gratitud y el gozo de todas las partidas. Enséñanos a decir siempre que Sí, con toda el alma. Entra en la pequeñez de nuestro corazón y pronúncialo Tú misma por nosotros.

Sé el Camino de los que parten y la serenidad de los que quedan. Acompáñanos siempre mientras vamos peregrinando juntos hacia el Padre.  Enséñanos que esta vida es siempre una partida.  Siempre un desprendimiento y una ofrenda, siempre un tránsito y una Pascua. Hasta que llegue el Tránsito definitivo, la pascua consumada.  Entonces comprenderemos que para vivir hace falta morir; que para encontrarse plenamente en el Señor hace falta despedirse. Y que es necesario pasar por muchas cosas para poder entrar en la gloria (cf. Lc. 24,26)  Señora de la Pascua: en las dos puntas de nuestro camino, tus dos palabras:  Fiat y magnificat. Que aprendamos que la vida es siempre un “Sí” y un “Muchas gracias”. Amén. Que así sea.

 

María y la Vida Contemplativa

“María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” Luc. 2,19.  Nos hace bien penetrar sencillamente – con una mirada de amor—en el alma profundamente contemplativa de María; en la Anunciación, en la cruz, en Pentecostés.

Se trata de de María, “la que escucha y recibe “ la Palabra, la que “ofrece” generosamente al Padre el Hijo convertido en “ varón de dolores”, la que siente nacer en su corazón silencioso y pobre la Iglesia de la misión y la profecía.

La contemplación es esencial en María, Dios la hizo esencialmente contemplativa; porque tenía que cooperar íntimamente en la obra redentora de Jesús. No hay redención sin sangre (porque así lo dispuso adorablemente el Padre). Cristo es el Apóstol (enviado del Padre) contemplativo: su Palabra no es suya, “sino de Aquel que lo envió”). Por eso, el desierto frecuente y prolongado; por eso, la oración continua y solitaria. “Se retiró a un lugar desierto y allí oraba (Mc. 1,35). “Subió al monte a rezar y pasó la noche en oración” (Luc. 6,12).

María sigue silenciosamente los pasos redentores y apostólicos de Jesús. ¡Cuántas horas de contemplación desde la Anunciación a la Cruz, desde la Cruz a Pentecostés, desde Pentecostés a la gloriosa Asunción a los cielos! Todo queda resumido en la sencilla Bienaventuranza de Jesús sobre María: “Felices, más vale, los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Luc. 11,27)

La vida de nuestra Señora fue esencialmente contemplativa. Fruto de esa contemplación profunda y serena, es el Magnificat. Allí se nos manifiesta María, “la orante” Su oración

Es un canto de alegría y gratitud a la fidelidad del Padre que obra siempre maravillas en los pobres. Pero solo desde la pobreza de María se podría rezar y contemplar así. Porque solo los pobres son verdaderamente contemplativos; como solo los contemplativos pueden entender de veras a los pobres. Hay una conexión muy íntima entre estos tres términos: pobreza, contemplación y esperanza—de los que hoy el mundo tiene tanta necesidad—son siempre gente pobre y profundamente contemplativa.

La contemplación de María está hecha de palabra, de Cruz, de Espíritu Santo. Como toda vida contemplativa en la iglesia exige una penetración más profunda y sapiencial de la Palabra de Dios, una verdadera búsqueda y amor del desierto como lugar de presencia, de plenitud y de encuentro, una aspiración serena a la conversión y la penitencia, a la muerte y a la cruz, a la alegría y esperanza de la resurrección.

Pero la imagen de María, “la contemplativa”, nos abre todavía nuevos espacios de redención.  La contemplación no acaba en sí misma; es una serena adoración de la Trinidad que habita en nosotros, es un gozoso encuentro con el Señor que nos habla desde la Escritura Santa, se nos ofrece adorablemente en la Eucaristía y nos espera en el Misterio de la Iglesia y en el sufrimiento de cada hombre que camina a nuestro lado.

María, “la contemplativa, Es la Virgen del camino y del servicio en la Visitación; es la Virgen de la donación en Belén y del generoso ofrecimiento en la Cruz; es la Virgen que, en Caná de Galilea, “está allí” y se abre atenta a las necesidades de los jóvenes  esposos. Solo los contemplativos saben descubrir fácilmente los problemas y sufrimientos de los demás. La contemplación engendra en nosotros una inagotable capacidad de servicio.

Esto es importante para la Iglesia de hoy: Iglesia de la encarnación, de la profecía y del servicio. Iglesia de Dios para los hombres. Iglesia de la redención de los hombres para la gloria del Padre.

En el corazón de un contemplativo verdadero—como en el de Cristo adorador del Padre, como en el de María. La Virgen de La Anunciación, de la Visitación y de Belén, la Virgen de Caná, de la Cruz y de Pentecostés—está siempre viva la presencia de los hombres que esperan “la consolación de Israel” (Luc. 2,25). El contemplativo está siempre muy cerca y muy adentro de todo hombre que sufre: “Junto a la Cruz de Jesús,  estaba su madre” (Jn. 19,25)

Por eso en el corazón de todo contemplativo está siempre presente el misterio de la Iglesia, “Sacramento universal de salvación”. Está presente el hombre, “imagen de Dios” y redimido por Cristo. Está presente el mundo, que sufre y espera.  Está presente el dolor de este mundo, “que pasa” y la seguridad transparente de la “creación nueva”.

La contemplación como en María Santísima,  es Don del Espíritu Santo. Se nutre de la Palabra. Exige la sabiduría del desierto. Vive profundamente en la Iglesia y engendra constantemente en ella la Palabra que debe ser anunciada. Y es siempre una gozosa respuesta, desde el silencio y la cruz pascual, a las exigencias y expectativas, al sufrimiento y la esperanza, del mundo en que vivimos y que aguarda “la manifestación gloriosa del Señor” “ y la definitiva libertad de los hijos de Dios” (Rom. 8,21)

 

AUTOR: Cardenal Eduardo F. Pironio