El convento de Pastrana y la princesa de Éboli

princesa-de-ÉboliDe su arrojo desde niña nos da cuenta una tradición conservada en la casa ducal de Pastrana, que cuenta que se complacía en practicar la esgrima con los pajes y caballeros de su casa, y precisamente en uno de esos lances recibiría una herida que le hizo perder el ojo...

 


 

El día 23 de junio de 1569, Teresa de Jesús fundaba el monasterio de carmelitas descalzas de Pastrana (Guadalajara). Se trata de una fundación que, desde el principio hasta el final (su supresión cinco años después) va a estar marcada por la personalidad de una de las figuras más señaladas en la corte del siglo XVI.

«Doña Ana de Mendoza y de la Cerda, la semi-hermosa princesa de Éboli, como la llamó con ironía Cánovas del Castillo, aparece retratada en pocas palabras, pero certeras, por la hábil pluma teresiana. Y es que Teresa de Jesús, también como la princesa, de ánimo «más que de mujer», tuvo que vérselas con esta dama altiva y acostumbrada a imponer su voluntad.

De su arrojo desde niña nos da cuenta una tradición conservada en la casa ducal de Pastrana, que cuenta que se complacía en practicar la esgrima con los pajes y caballeros de su casa, y precisamente en uno de esos lances recibiría una herida que le hizo perder el ojo derecho, que ella llevaba siempre tapado, y que daría un aire de misterio a su rostro.

Perteneciente a la poderosa familia de los Mendoza, se casó con Ruy Gómez de Silva, privado de Felipe II, con quien tendría seis hijos, de un total de al menos diez embarazos, en los trece años que duró el matrimonio.

Quizá al saber que su pariente, doña Luisa de la Cerda, había fundado en su señorío de Malagón un convento de carmelitas descalzas, y atraída por la creciente popularidad de Teresa de Jesús, se decide también ella, a fundar.

Teresa se encuentra en Toledo cuando le llega el aviso de que la princesa la espera para iniciar la fundación de un monasterio de descalzas en su villa de Pastrana. Se siente tentada a dar largas, sin duda presintiendo las dificultades que iban a sobrevenirle. Pero finalmente, aconsejada por su confesor, y sopesando los inconvenientes de desairar a la princesa, decide ir. Como quien está al tanto de los asuntos de la Corte, Teresa sabe lo importante que puede ser tener a Ruy Gómez de su parte, dado su importante papel junto al monarca, y ella misma revela abiertamente esta razón para decidirse a atender la petición de esta nueva fundación, que luego sería doble: de monjas y frailes.

No fue fácil ponerse de acuerdo. La princesa, al parecer, quería decidir ella sobre el tamaño y la distribución de las habitaciones del monasterio, y Teresa no transigía en este punto: quien sabía cómo debía ser un convento era ella, no la princesa. Y se atrevió a decírselo, contrariando a doña Ana. El príncipe puso paz entre ambas, y gracias a su capacidad diplomática, pudo ir adelante la fundación.

Cuatro años más tarde…

Ana de la Madre de DiosAna de la Madre de Dios fue el nombre con que la princesa quiso ser llamada cuando decidió –en un gesto teatral– volver la espalda al mundo y encerrarse en el monasterio de Pastrana, a la muerte de su marido, el 29 de julio de 1573.

Estaba el príncipe aún de cuerpo presente, cuando, como quien pierde la razón, pidió al P. Mariano que le entregase su hábito, y anunció a todos que se marchaba al convento de Pastrana, a donde llegaría después de un viaje nocturno en carro, acompañada de su madre y de dos criadas.

Cuenta el cronista que el P. Baltasar de Jesús se había adelantado a anunciar a las monjas la llegada de la princesa, y cuando lo supo la priora Isabel de Santo Domingo, no se pudo contener y exclamó: «¿La princesa monja? Yo doy la casa por deshecha».

Pronto pudo comprobarse que aquello era más que un presentimiento. No se olvide que los príncipes eran patrocinadores de los dos monasterios carmelitas, masculino y femenino, de la villa.

Jerónimo Gracián refiere en tercera persona su propia postura ante esta delicada situación, y basta leerlo para comprender el aprieto en que se encontraba la comunidad:

«Viendo, pues, que si se quedaban en Pastrana los dos [el padre Mariano y el propio Gracián], se habían de ofrecer ocasiones por donde acudiendo a la parte de la priora y la religión o favoreciéndole, habían de quedar los dos mal con la princesa y su casa y por consiguiente toda la religión, o favoreciendo las cosas de la princesa, habían de hacer mal a la perfección y observancia, determináronse de poner tierra en medio y ausentarse bien lejos de Pastrana dejando encomendado a Dios el negocio de la princesa y las monjas, que parecía ser imposible parar en bien» (MHCT, 3, p. 557).

La princesa, como acostumbrada a mandar, dejó claro que ella era quien decidía cómo se hacían las cosas: «Vos no debéis de saber que en este mundo yo no me sujeté sino a solo Ruy Gómez, porque era caballero y gentilhombre, ni me sujetaré a otra persona, y sois una loca».

La situación se hizo insostenible. Fray Antonio de Jesús escribe a la duquesa de Alba, en el mes de octubre, en estos términos:

«La nuevas que hay por acá de nuestra novicia la princesa, son de que está preñada de cinco meses y que está dentro del monasterio mandando como priora y que quiere que las monjas le hablen de rodillas y con gran señorío. Vuestra Excelencia lo diga a nuestra Madre si no lo sabe» (10 octubre 1573).

Ni las palabras de la propia Teresa, que le escribió una carta intentando que entrara en razón, ni el aviso por parte de la priora de que tendrían que abandonar el convento si no cambiaba de actitud sirvieron de nada.

Sería finalmente el rey Felipe II quien pondría fin a la pesadilla, haciéndose eco de las quejas que le llegaron por distintas instancias, y la conminó a abandonar el monasterio y ocuparse de su hacienda y de sus hijos.

Aunque Ana de Mendoza tuvo que obedecer, muy a su pesar, y dejar el convento en enero de 1574, desde fuera, siguió haciendo imposible la vida a la comunidad, ya que la privó de la limosna que Ruy Gómez había establecido en su testamento para mantenimiento del monasterio.

En estas circunstancias, Teresa escribe al P. Domingo Báñez:

«He gran lástima a las de Pastrana. Aunque se ha ido a su casa la princesa, están como cautivas, […] Ya está también mal con los frailes, y no hallo por qué se ha de sufrir aquella servidumbre» (Cta. 54, principios enero/1574).

Finalmente, Teresa, autorizada por el Provincial y el Visitador, dispuso que las monjas abandonaran el monasterio la noche del 6 al 7 de abril de 1574, para pasar a la nueva fundación de Segovia, no sin antes enviar a doña Ana lo que la comunidad había recibido de los príncipes. Todo había sido inventariado cuidadosamente desde el principio por indicación de Teresa, quién sabe si barruntando lo que finalmente sucedió.

La princesa, herida en su amor propio por esta fuga, llenaría el espacio dejado por las carmelitas con una nueva comunidad de concepcionistas franciscanas. Se cree que, como venganza, denunció a la Inquisición el Libro de la Vida que Teresa de Jesús le habría permitido leer, tras rogárselo ella encarecidamente.

Después de este intento fallido de vida conventual, Ana marchará de nuevo a la Corte. Allí, su afán de poder y riqueza le llevará a intrigar, con el secretario real, Antonio Pérez, contra los planes de Felipe II, vendiendo secretos de Estado y buscando alcanzar la corona de Portugal. La que había sido una de las damas más poderosas de su tiempo, fue detenida y confinada en su palacio de Pastrana, donde pasó los últimos años de su vida, y donde moriría, prácticamente emparedada y abandonada de todos, víctima de su propia ambición, y de la crueldad del Rey. Pero esa es otra historia».

 

FUENTE: Comenzando siempre. Páginas escogidas del libro de las Fundaciones. EDE, Madrid, 2011

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