Sufre Teresa en su carne la experiencia de ser mujer en la Iglesia y la sociedad de su tiempo: «nos tiene el mundo acorraladas» (CE 4,1) - se lamenta. Este es el contexto en el que la Santa se mueve, un ambiente contrario al desarrollo intelectual de la mujer...
En el Renacimiento, algo comienza a moverse en la concepción del ser humano y en su relación con el mundo. La admiración por la cultura clásica y la valoración de la formación intelectual van a ser características de este tiempo. Nace el espíritu crítico, y la confianza en las capacidades de la persona para descubrir y dominar los secretos de la naturaleza, un deseo que se extiende a todos los campos: astronomía, matemáticas, mecánica, la retórica, la medicina, la geografía, la botánica… Afán por saber que hará de los humanistas hombres de libros.
La educación de la mujer
Representante del humanismo renacentista español, Juan Luis Vives¹ desarrolla el tema de la pedagogía femenina en dos de sus tratados: La educación de la mujer cristiana y Los deberes del marido (capítulo IV dedicado a la educación de la mujer). La primera de estas obras, publicada en 1523, obtuvo un extraordinario éxito editorial, con más de treinta ediciones en el siglo XVI.
¿Qué encuentra el humanista valenciano en el campo de la educación de las mujeres? En primer lugar, toda una corriente de opinión, repetida a lo largo del medievo, contraria a la educación femenina. He aquí solo un botón de muestra, tomado del Cancionero de Estúñiga, donde Carvajales canta así:
Amad, amadores, mujer que non sabe,
a quien toda cosa paresca ser nueva,
que cuanto más sabe mujer menos vale,
según por exemplo lo hemos de Eva,
que luego, comiendo el fruto de vida,
rompiendo el velo de rica ignorancia,
supo su mal y su gloria perdida.
Guardaos de mujer que ha plática y sciencia.
Vives, por su parte, (en esto refleja su humanismo moderno) va a argumentar de este modo: «La mayor parte de los vicios de las mujeres de este siglo y los venideros tienen su origen en la falta de cultura».
Educar sí. Pero ¿cómo?:
«Hemos llegado así a una cuestión crucial: ¿conviene que la mujer se instruya en el conocimiento de las letras? Sobre este asunto muchos se muestran indecisos; otros tienen muy claro que no es prudente. […] Yo no demoraré ahora mucho al lector en esta cuestión: solamente diré aquello que me parece necesario para refutar la opinión que es contraria a la mía. Pienso que quienes la siguieron lo hicieron debido a un entendimiento erróneo del concepto de «letras»; y si se explica debidamente la clase de «letras» a las que nos referimos, y se determina qué clase de instrucción es la que proponemos que debe seguir la mujer, creo que no habrá muchos que se muestren contrarios a mi forma de pensar al respecto» (Los deberes del marido, IV, 1)
Estamos en un tiempo en el que resultaba inconcebible que la mujer ocupara un puesto en la vida pública, y tampoco Vives lo contempla. Por ello, esas “letras” que la mujer puede aprender tendrán como finalidad «un moderado conocimiento de la naturaleza», porque –puntualiza– «una más profunda penetración en ella, así como en la elocuencia y en el arte del ornato de la palabra, es cosa más propia de los hombres» (Ibíd. IV,2).
Se trataría, según él, de formarla para moderar sus pasiones, llevar adecuadamente el hogar y cuidar y educar a sus hijos. No se contempla la cultura, por tanto, como algo que enriquezca a la mujer y la haga crecer como persona, sino como un instrumento que sirva a la sociedad, una ayuda para que la mujer se comporte como se espera de ella: con docilidad y obediencia a quienes han de decidir por ella (los varones):
«en absoluto debe discutirse si las órdenes del marido deben ser para la mujer el sucedáneo de cualquier mandamiento divino, pues el marido reemplaza a Dios en la tierra» (La formación de la mujer cristiana, II, IV, 14).
Su principal preocupación es formarla en la virtud, no en el conocimiento de las letras:
«Porque a la muchacha, […] no queremos tanto hacerla letrada ni bien hablada como buena y honesta». (Ibíd. I, I, 1)
Añade además algo sumamente revelador:
«Hay que apartarla de lecturas demasiado complicadas, por ejemplo de cuestiones de elevada teología: no le conviene en absoluto a una mujer investigar o curiosear en cuestiones de tan gran calado». (Los deberes del marido, IV, 8)
¿No le conviene?
Teresa de Jesús: «Es gran cosa letras»
Sufre Teresa en su carne la experiencia de ser mujer en la Iglesia y la sociedad de su tiempo: «nos tiene el mundo acorraladas» (CE 4,1) —se lamenta. Este es el contexto en el que la Santa se mueve, un ambiente contrario al desarrollo intelectual de la mujer, condenándola así a eterna minoría de edad, a la necesaria dependencia del varón en cuanto a criterios y toma de decisiones. Teresa se va a desmarcar de esa línea, a pesar de las dificultades que el acceso a la formación teológica tenía para la mujer en ese tiempo. No olvidemos el Índice del inquisidor Valdés (1559) que había prohibido la lectura de la Biblia en romance y una gran cantidad de obras espirituales.
Así, el dominico Melchor Cano, uno de los más entusiastas partidarios de mantener a la mujer alejada de las cuestiones teológicas, sentencia: «Es peligro confiar a mujeres, y gente indocta la lección de la divina escriptura».
Teresa, en cambio, reivindica el derecho a leer la Palabra de Dios, asegurando que a Él «no le pesa que nos consolemos y deleitemos en sus palabras» (Conceptos del amor de Dios, 1,8). Y más adelante, exclamará: «¡No hemos de quedar las mujeres tan fuera de gozar las riquezas del Señor!» (CAD 1,9).
El P. Tomás Álvarez, refiriéndose a su atracción por el saber, va a señalar:
«Se ha dicho que, como Teresa no frecuentó la Universidad, hizo lo posible por traer la universidad a casa, dado el número y la calidad de profesores universitarios convocados en torno a la gesta y a los problemas de su vida»²
Ella afirma constantemente: “Buen letrado nunca me engañó” (V12,4). Y en sus Constituciones incluye una lista de obras aconsejadas y exige que la priora tenga en el Convento buenos libros, “porque es tan necesario este mantenimiento para el alma, como el comer para el cuerpo” (Const. 2,7).
Pero es que, además, se trata de algo más hondo. En el Tercer Abecedario de Francisco de Osuna, libro en el que Teresa se inició en la oración de recogimiento, se puede leer lo siguiente:
«La mística teología, pues no tiene conversación en conocimiento de letras, no tiene necesidad de la tal escuela que puede ser dicha de entendimiento, mas búscase en la escuela de la afección por vehemente ejercicio de virtudes; de lo cual concluimos esta diferencia: que la teología mística, aunque sea suprema y perfectísima noticia, puede, empero, ser habida de cualquier fiel, aunque sea mujercilla e idiota» (Tercer Abecedario, L.13, C.7).
A Teresa, sin embargo, no le basta una experiencia mística desconectada del saber teológico ni una piedad sin consistencia doctrinal. Ni siquiera su propia experiencia de Dios, que se le manifiesta y comunica con extraordinaria fuerza y viveza, la deja tranquila. Ella necesita contrastarla una y otra vez con la verdad de la fe, con la Sagrada Escritura:
«¡Oh, cuántas veces me acuerdo, cuando así estoy, de aquel verso de David: Quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum que me parece lo veo al pie de la letra en mí!» (V 29, 11).
Pero tampoco se conforma con hacer su propia lectura de la Palabra, sino que recurre a los teólogos con sólida formación que, como auténticos profesores, van dándole pautas para conocer y discernir la verdad:
«Siempre fui amiga de ellos que aunque algunos no tienen experiencia, no aborrecen al espíritu ni le ignoran; porque en la Sagrada Escritura que tratan, siempre hallan la verdad del buen espíritu» (V 13,18).
Y en las Relaciones espirituales, refiriéndose a sí misma en tercera persona, dice: «quería tratar con grandes letrados, aunque no fuesen muy dados a oración, porque ella no quería sino saber si eran conforme a la Sagrada Escritura todo lo que tenía».
Es capaz de ver los peligros que encierra una religiosidad puramente devocional, basada en la mera subjetividad, cuando no en el desequilibrio (algo muy corriente entonces y siempre). Así, llega a decir que prefiere que no se dedique a lo espiritual quien no es capaz de dejarse contrastar por quienes tienen herramientas teológicas para ver qué hay de cierto en lo experimentado:
«Porque espíritu que no vaya comenzando en verdad yo más le querría sin oración, y es gran cosa letras, porque estas nos enseñan a los que poco sabemos y nos dan luz y, llegados a verdades de la Sagrada Escritura, hacemos lo que debemos: de devociones a bobas nos libre Dios» (V 13,16).
Cuando en 1576, —debido a una denuncia que hizo que se abriera una investigación del Santo Oficio sobre su persona y el Libro de la Vida— ella redacte un memorial (CC 53), veremos desfilar los nombres de hasta 23 letrados, asesores de su espíritu a lo largo de los años. En ese listado, aparecen tres nombres de futuros santos, varios consultores de la Inquisición, profesores de universidad…Teresa había recurrido a ellos impulsada por el afán de vivir en verdad.
Defiende enérgicamente la libertad de sus monjas para elegir confesores, y para hablar con personas preparadas, con diferentes teólogos, aunque no sean confesores, ni carmelitas. En el fondo, late la intuición de que cada uno de ellos ha tenido acceso únicamente (como ha señalado Bárbara Simerka³) a una “verdad parcial”, a una parte de la verdad, que ha de ser dialogada y no impuesta de manera unilateral.
Ni al varón ni a la mujer se les puede permitir prescindir de las capacidades que han recibido. Es más, la fe en un Dios creador y “engrandecedor” del ser humano, ha de llevarles a poner en juego todo aquello que los hace más humanos, como es el desarrollo de su inteligencia para buscar la verdad. Porque Dios va a salir a su encuentro, como bellamente expresa Juan de la Cruz, «no desechando nada del hombre, ni excluyendo cosa suya de este amor» (2N 11, 4).
TOMADO DE: http://delaruecaalapluma.wordpress.com