Hojeando un libro en la biblioteca conventual, apareció, olvidado entre sus páginas, un dibujo a carboncillo trazado por una mano más devota que experta, de los ojos de Teresa.
Esos ojos “negros, vivos y redondos, no muy grandes, mas muy bien puestos”, si hemos de hacer caso a María de San José, se clavaron en los míos y, por un extraño fenómeno que aún no me explico, comencé a ver lo que vieron los ojos de Teresa…
Rostros: de un padre de “gran verdad” y una madre de “harta hermosura”, de dos hermanas y nueve hermanos, de la “más querida”, Teresa, reflejado en un charco de agua de lluvia, haciendo graciosos mohines porque deseaba “contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabello y olores…”
El cielo azul de Castilla, las murallas de Ávila, los muros de La Encarnación con agujeros por donde se metían papeles de noche y los palacios toledanos repletos de damascos, plata, reposteros y candelabros. La “casta de dónde venimos”, “aquellos padres santos pasados ermitaños”, la belleza del Carmelo, un lugar señalado por la Presencia de Dios, y la pobre casita de San José cuyo sosiego y quietud echaba harto de menos muchas veces.
Flores y agua, de la que era tan amiga, ya que en estas cosas hallaba memoria del Criador, y también libros, muchos libros porque si no tenía libro nuevo no tenía contento y siempre deseaba tener tiempo para leer que a esto ha sido muy aficionada.
Nieves, soles, peligros en los caminos, arrieros, nobles señoras de gesto altivo, hidalgas de medio pelo metidas a fundadoras, hombres buenos, comerciantes, de la sufrida estirpe de los judeoconversos. Clérigos, obispos y religiosos no siempre amistosos, muchas veces contrarios a su obra de mujer santamente libre, sólo deudora de Dios.
Los ojos de Teresa vieron también otros ojos…Los ojos dulces y transfigurados de Juan de la +, los simpáticos y cautivadores de Jerónimo Gracián, los risueños ojos de sus hijas y hermanas, con cuyo recuerdo se enternecía y sus cansados ojos de vejezuela se humedecían enseguida, pues ya no era la que solía y además muchas veces le brillaban por las calenturas y otras se ponían mortecinos y apagados, “Señor, ¿cómo tengo yo de poder sufrir esto?, ¡miradlo Vos!” Claro está que entonces los ojos del Señor también la miraban, y Teresa volvía a ver la mano poderosa de Dios en todo, guiando su historia, y a Cristo, siempre a Cristo, cuya hermosura se le quedó “imprimida” de tanto verla.
Los ojos de Teresa, en los que estaba esculpido el camino de la verdad, se abrieron por vez primera un 28 de marzo de 1515 en la ciudad española de Ávila. “Espera un poco, hija, y verás grandes cosas”
AUTOR: Hna. Olga de la Cruz, Carmelita Descalza de Loeches (Madrid)