Santa Teresa y su creatividad literaria

Santa Teresa de Jesus No deja de ser significativo que, cuando algunos contemporáneos de santa Teresa quieran alabarla digan que «no parece mujer» o que «tiene ánimos de varón». Ella misma lo reconoce así y recoge el parecer de los que dicen que su ánimo es más grande que el de las...

 



Teresa escritora

Para comprender la singularidad de Teresa de Jesús, tenemos que detenernos unos momentos para tomar conciencia de lo que significa que esa mujer fue escritora. Basta intentar hacer un listado de mujeres escritoras anteriores al s. XIX para darnos cuenta del escaso número que conseguimos recordar. Se conservan miles de folios autógrafos de Teresa (cosa única también para los escritores varones de su época).

Sus escritos son un fiel reflejo de su persona y el mejor camino que tenemos para conocerla. Ella era consciente y, de hecho, al enviar el manuscrito del Libro de la Vida al P. García de Toledo, le asegura: «Aquí le entrego mi alma» y cuando escribe a Dª Luisa de la Cerda pidiéndole informaciones sobre el manuscrito, dice: «Puesto que la entregué mi alma, no deje de cumplir con mi encargo».

Sin embargo, hoy no podemos seguir manteniendo el prejuicio –tan repetido en tiempos pasados– de que Teresa escribe descuidadamente, como habla, de manera espontánea, sin esforzarse en la redacción de sus obras. Es cierto que era amiga de la «llaneza y claridad», como dice en una de sus cartas, por lo que no utiliza muchos artificios retóricos. También es verdad que en ocasiones no usa borradores ni tiene tiempo para repasar lo que ha escrito. Pero no debemos ignorar que algunos de sus símbolos son muy elaborados y que reescribe completamente varios de sus tratados (el Libro de la Vida y el Camino de Perfección, por ejemplo, y en parte también el Comentario al Cantar de los Cantares). Además, las importantes lagunas sobre temas conflictivos (como la ascendencia judía de su padre, los juicios inquisitoriales de Sevilla y Valladolid…) y sus repetidas justificaciones y excusas por atreverse a escribir, a pesar de ser mujer, nos indican que las cosas no son tan sencillas como podrían parecer a primera vista.

Teresa no escribe para sí misma, sino para ser leída por otros: por sus confesores y consejeros, por sus monjas, por sus amistades y por un círculo amplio de desconocidos destinatarios a los que ella quiere llegar. Por eso, al contar su experiencia oracional, tiene mucho cuidado con lo que quiere decir y también con lo que no puede o no debe decir en público. Para entender su pensamiento, es tan importante lo que cuenta en sus libros como lo que se calla. En parte, sus numerosas cartas completan estas lagunas. A pesar de todo, a veces nos encontramos con temas que no desarrolla por prudencia. Y así advierte a sus destinatarios: «No es para carta..., se lo diré cuando nos veamos, porque no son cosas para escribirlas».

Afortunadamente, varios de sus colaboradores más directos, como Jerónimo de la Madre de Dios (Gracián), Julián de Ávila, Ana de Jesús (Lobera), Ana de san Bartolomé (García), María de san José (Salazar)... siguiendo su ejemplo, pusieron por escrito sus relaciones con santa Teresa, los recuerdos de los viajes y fundaciones de casas que compartieron, así como las enseñanzas que de ella recibieron. Todos estos libros son un precioso complemento a los escritos de la Santa.
Tiempos «recios»
En el siglo XVI, el mundo de la enseñanza estaba reservado exclusivamente a los «letrados»; es decir, a los que tenían estudios reconocidos. La misma predicación no estaba abierta a todos los sacerdotes, sino solo a los que tenían unas licencias específicas, una delegación del obispo para hacerlo.

San Ignacio de Loyola cuenta en su Autobiografía que, después de su conversión, le gustaba hablar de Dios a la gente, a la que animaba a practicar oración. Mientras era estudiante en Alcalá, la Inquisición le hizo proceso y el vicario le encerró cuarenta y dos días en prisión «sin que le examinasen ni supiese la causa [...]. Finalmente, vino a la cárcel y le examinó de muchas cosas, hasta preguntarle si hacía guardar el sábado. Le declaró inocente pero le ordenó que no hablase de cosas de la fe hasta que hubiese estudiado más, pues no sabía letras» (nn. 61-62). Era tal la obsesión que había con los cristianos nuevos, que hasta a un cristiano viejo de procedencia indudable le preguntan si hacía guardar el sábado, el día sagrado de los judíos. No le pueden culpar de nada, pero igualmente le prohíben que hable de cosas de la fe, hasta que haya completado sus estudios.

De Alcalá se mudó a Salamanca, donde lo vuelven a encarcelar por los mismos motivos, esta vez encadenado. Allí «fue llamado delante de cuatro jueces y le preguntaron muchas cosas sobre la Trinidad y la Eucaristía y cosas de cánones [...], y a los veintidós días que estaba preso le llamaron para oír la sentencia, la cual era que no se hallaba ningún error ni en su vida ni en su doctrina, y así podía enseñar la doctrina y hablar cosas de Dios, con tal que nunca definiese lo que es pecado mortal ni venial, sino después de cuatro años de estudios más» (nn. 68-70). Esta vez son más benévolos: le permiten enseñar el catecismo (la «doctrina») y hablar cosas de Dios, aunque no debe especificar qué materia puede ser considerada pecado mortal y cuál pecado venial, hasta después de cuatro años más de estudios. No bastaba que su doctrina fuera recta; necesitaba el aval de los estudios. En París y Venecia se repetirán procesos similares. Y eso que él era varón, noble y estudiante de Teología.

Imaginémonos ahora las dificultades de Teresa, que era una persona de orígenes familiares oscuros, con antepasados (padre, tíos y abuelo) que habían sido condenados por judaizar, que no tenía estudios universitarios, ¡y mujer!; pero que pretendía hablar y escribir sobre temas de oración para transmitir a otros los frutos de su experiencia.

Las mujeres no tenían acceso a los estudios reglados, incluso estaba mal visto que supieran leer. La posibilidad de que alguna se atreviera a convertirse en maestra por medio de la palabra oral o escrita era algo absolutamente impensable. Todos repetían que la mujer es débil por naturaleza, inclinada al mal y fácilmente manipulable por el demonio, por lo que se debía sospechar de ella. La mayoría estaba convencida de que debía permanecer siempre bajo la tutela de algún varón. Para ello se citaban tres autoridades, principalmente. En primer lugar, el libro del Génesis, que dice que ella fue la engañada por el demonio en el momento del pecado original. En segundo lugar, san Pablo, que pide que se sometan a sus maridos y que callen en la Iglesia. Por último, santo Tomás que, siguiendo a Aristóteles, consideraba a la mujer un varón incompleto. Todo esto lo conocía Teresa y se rebeló contra esa situación, aunque era plenamente consciente del peligro que corría; por eso recoge estos tópicos en sus escritos con aparente sumisión.
    
En realidad, la mujer casi era considerada como un objeto, siempre sometida a la tutela del padre, del esposo o de los hijos varones. Sus funciones se reducían a ordenar el trabajo doméstico, perpetuar la especie y satisfacer los impulsos sexuales de su marido, a cuyo arbitrio se encontraban sometidas. Fray Luis de León, por ejemplo, ya desde el prólogo de su famosa obra La perfecta casada afirma que la misión de la mujer es «servir al marido, y gobernar la familia, y la crianza de los hijos». Y explicando los servicios y atenciones que debe tener hacia su esposo, aclara: «No es gracia y generosidad este negocio, sino justicia y deuda que la mujer debe al marido, y que su naturaleza cargó sobre ella, criándola para este oficio, que es agradar y servir, y alegrar y ayudar en los trabajos de la vida y en la conservación de la hacienda a aquel con quien se desposa […]. Que como él está obligado a llevar las pesadumbres de fuera, así ella le debe sufrir y solazar cuando viene a su casa, sin que ninguna excusa la desobligue» (cap. IV).

Por esos mismos años, un escribano real, Miguel Pérez de las Navas, pensaba que su esposa lo engañaba con otro. No pudo encontrar ninguna justificación de su sospecha, pero decidió igualmente acabar con ella para evitar la deshonra. Esperó a que su mujer se confesara el Jueves Santo, para asegurarse de que la enviaba directamente al cielo. Ese mismo día le dio garrote vil en su propia casa. Algo similar vemos en El médico de su honra, de Calderón de la Barca. El protagonista, que sospecha injustamente de su mujer, obliga al médico a sangrarla hasta morir. Nadie pidió cuentas a estos esposos por haber dado muerte a sus esposas. Al fin y al cabo, les pertenecían y ellos decidían qué hacer con sus posesiones.

La misma Teresa, al contar la historia de la fundadora del convento de Alba de Tormes, dice que al nacer estuvo a punto de morir porque fue abandonada por sus padres y familiares, que no le ofrecieron alimentos ni otros cuidados solo porque era una niña. Y añade: «Pues habiendo ya tenido cuatro hijas, cuando vino a nacer Teresa de Layz, dio mucha pena a sus padres de ver que también era hija. Cosa cierto mucho para llorar que, sin entender los mortales lo que les está mejor, como los que del todo ignoran los juicios de Dios, no sabiendo los grandes bienes que puede venir de las hijas ni los grandes males de los hijos, no parece que quieren dejar al que todo lo entiende y los cría, sino que se matan por lo que se habían de alegrar» (F 20,3).

Mujer «barbada»

No deja de ser significativo que, cuando algunos contemporáneos de santa Teresa quieran alabarla digan que «no parece mujer» o que «tiene ánimos de varón». Ella misma lo reconoce así y recoge el parecer de los que dicen que su ánimo es más grande que el de las mujeres (cf. V 8,7). Nos puede ilustrar lo que le sucedió al P. Juan de Salinas, provincial de los dominicos, que llamó la atención al P. Domingo Báñez, porque había escuchado que era amigo de Teresa, previniéndole de la excesiva confianza con mujeres, «cuyas virtudes hay que tener siempre por sospechosas». El P. Báñez le dijo que, ya que él iba a predicar la cuaresma en Toledo y ella estaba allí, aprovechara para conocerla personalmente y así podría comprender su aprecio por ella. Al regreso, Salinas reprochó a Báñez: «¡Me habías engañado! Me dijiste que era mujer y a fe mía que es varón ¡y de los muy barbados!».

A pesar de los prejuicios antifeministas de su época, la vida y los escritos de Teresa son una defensa a ultranza del derecho de la mujer a pensar por sí misma y a tomar decisiones: no quiere que nadie se entrometa en la vida cotidiana de sus monjas. Hubo de realizar muchos esfuerzos para que ellas pudieran autogestionarse, para que tuvieran libertad de elegir confesores y consejeros, y no estuvieran sometidas en todo a los varones; algo inconcebible en su época.

Lo vemos de una manera especial en su correspondencia de los últimos años: «Esto es lo que temen mis monjas: que han de venir algunos prelados pesados que las abrumen y carguen mucho» (Cta 145,1); «en que perpetuamente no sean vicarios de las monjas los confesores pongo mucho [...]. Es también necesario que tampoco estén sujetas a los priores [...]. Nuestras Constituciones no es menester tratarlo en capítulo de frailes ni que lo entiendan ellos» (Cta 359,1ss); «en nuestras cosas no hay que dar parte a los frailes» (Cta 360,4).

Hoy nos resulta absurdo que en una sociedad que se decía cristiana se prohibiera el acceso a la Biblia de las personas iletradas en general y de las mujeres en particular. Pero era así. Teresa alza la voz contra esa situación, lo que no impidió que su Comentario al Cantar de los Cantares fuera quemado. Con mucho cuidado, pero con fuerza, compara a los que ven peligro en la lectura de la biblia con animales venenosos que todo lo que tocan lo transforman en veneno: «He oído a algunas personas que huían de oírlas [las cosas que dice el Cantar de los Cantares]. ¡Oh, válgame Dios, qué gran miseria es la nuestra! Que como las cosas ponzoñosas, que cuanto comen se vuelve en ponzoña, así nos acaece, que de mercedes tan grandes como nos hace el Señor en darnos a entender lo que tiene el alma que le ama y animarla para que pueda hablar y regalarse con su Majestad, hemos de sacar miedos» (MC 1,3).

Por su parte, ella siempre conservó su afecto por la lectura de aquellos pocos textos de la Sagrada Escritura que podía encontrar traducidos, especialmente por los evangelios: «Yo he sido siempre aficionada y me han recogido más las palabras de los evangelios, que salieron por aquella sacratísima boca, que los libros muy concertados» (CE 35,4). También estaba convencida de que en la Biblia se encuentra lo que necesitamos saber para vivir como cristianos y para poder llegar a la plenitud mística, por lo que usa muchas de sus imágenes para explicar sus ideas. Solo se lamenta de no conocerla mejor: «¡Oh, Jesús, quién supiera las muchas cosas de la Escritura que debe haber para dar a entender [estas cosas de oración]!» (7M 3,13).

Lo mismo que con la lectura de la Biblia, sucedía con la práctica de la oración personal (es decir, la meditación, la reflexión, la vida interior). Aunque hoy nos resulte incomprensible, entonces era un campo vedado para las mujeres. Teresa hubo de enfrentarse continuamente a los que afirmaban que «la oración mental no es para mujeres, que les vienen ilusiones; mejor será que hilen; no han menester esas delicadezas; bástalas el Pater Noster y el Ave María...» (CE 35,2).

Contra el parecer mayoritario, ella afirma que, en el campo de la oración, las mujeres llegan a ser mejores que los varones: «Hay muchas más mujeres que hombres a quienes el Señor hace estas mercedes, y esto oí al santo fray Pedro de Alcántara (y también lo he visto yo), que decía que aprovechaban mucho más que los hombres en este camino, y daba de ello excelentes razones, que no hay para qué decirlas aquí, todas a favor de las mujeres» (V 40,8). Y avisa a sus monjas para que huyan como del mismo demonio de aquellos que pretendan convencerlas de lo contrario.

De la rueca a la pluma

Teresa era plenamente consciente de la situación de inferioridad en que se encontraba y necesitó utilizar continuamente sus dotes persuasivas para que sus obras (y ella misma) no acabaran en la hoguera. En todos sus libros insiste en que ella debería ocupar su tiempo en hilar en la rueca, que era lo que la sociedad contemporánea esperaba de una mujer. Y añade que si escribe es «por obediencia» a sus confesores o, al menos, «con su licencia».

A pesar de todo, en ocasiones manifiesta su deseo de escribir, consciente de que tiene algo valioso que decir: «Al obispo envié a pedir el Libro de la Vida, porque quizá se me antojará de acabarle con lo que después me ha dado el Señor, que podría escribir otro más grande» (Cta 174,26). Tampoco es raro encontrar comentarios suyos como: «Da avisos importantes» o «contiene muy buena doctrina» en los títulos de los capítulos. El último capítulo del Libro de La Vida, por ejemplo, se titula así: «Prosigue en la misma materia de decir las grandes mercedes que el Señor le ha hecho. De algunas se puede tomar harto buena doctrina, que este ha sido, según ha dicho, su principal intento, después de obedecer». Aquí dice claramente que su principal intento al ponerse a escribir es enseñar una doctrina que ella posee y que considera «harto buena».

Son bien conocidos sus esfuerzos para publicar el Camino de Perfección ante la desconfianza que tenía sobre la fidelidad de las numerosas copias que se iban sacando de sus manuscritos. Ella era consciente de que esa obra (y las demás) podía ayudar mucho a sus lectores, pero no atreviéndose a alabarlas directamente, a veces recoge las palabras de otros, como cuando afirma en el prólogo del Castillo Interior que intentará volver a escribir cosas que ya había escrito y que habían gustado a quienes las habían leído, aunque ahora estaban perdidas (no podía decir directamente que estaban en manos de la Inquisición y que habían hecho mal en requisarlas, porque la doctrina era buena, pero lo da a entender): «Me holgaría de atinar en algunas cosas que decían que estaban bien dichas».

Muchos autores siguen insistiendo en que Teresa no escribió por propia iniciativa, sino «por obediencia», pero la realidad es totalmente distinta: ella tuvo que sortear las mil dificultades que se esgrimían en su época para que una mujer se dedicara a la escritura, por eso desarrolló una retórica de la sumisión, que hay que tener muy presente si queremos entenderla.

Teresa sabía que necesitaba la aprobación de los letrados, aquellos varones que tenían autoridad para determinar la ortodoxia o heterodoxia de sus escritos. De su aprobación o su rechazo dependía que ella pudiera darlos a leer a otros o no, que pudiera influir en sus lectores, transmitiéndoles sus ideas o que sus intuiciones murieran con ella. De aquí brota su continuo andar de unos a otros, buscando siempre los más afines ideológicamente, pidiéndoles que lean y revisen sus obras, aceptando pulir sus expresiones o incluso reescribir tratados enteros cuando ellos se lo piden. Ante la necesidad de pasar la censura, siempre se somete a su parecer y acepta sus correcciones. Ella sabía que era mejor un escrito mutilado que un texto prohibido.

Para ganar la benevolencia de los censores, a cada paso intenta justificar su actividad, presentándose como inofensiva, confesando que acepta los tópicos sobre la inferioridad de la mujer (aunque a renglón seguido afirme lo contrario), insistiendo en que «me lo han mandado mucho... en todo me sujeto al parecer de los que saben más que yo… mucho me cuesta emplearme en escribir, cuando debería ocuparme en hilar... de esto deberían ocuparse otros más entendidos y no yo, que soy mujer flaca y ruin... como no tengo letras, podrá ser que me equivoque... escribo para mujeres que no entienden otros libros más complicados...» y cosas similares.

A pesar de todos sus esfuerzos, en los márgenes de sus escritos podemos encontrar anotaciones de los censores como esta: «Parece que reprende a los inquisidores que quitan libros de oración». Y tacharon con tal furia un desahogo de su corazón, que no se ha podido leer hasta tiempos bien recientes, ayudados por los rayos x, y aún hoy algunas líneas no se pueden descifrar: «Señor de mi alma, cuando andabais por el mundo no aborrecisteis a las mujeres. Antes las favorecisteis siempre con mucha piedad y hallasteis en ellas tanto amor y más fe que en los hombres [...]. Que no hagamos cosa que valga nada por vos en público, ni osemos hablar algunas verdades que lloramos en secreto, sino que no nos habíais de oír petición tan justa. No lo creo yo, Señor, de vuestra bondad y justicia, que sois juez justo y no como los jueces del mundo, que –como son hijos de Adán y, en fin, todos varones– no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa [...]. Que no es razón desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres» (CE 4,1).

Estremece todavía hoy este testimonio personal de que las mujeres estaban acorraladas y debían llorar en secreto lo que no podían decir en público. Con todo, sus lúcidas precauciones fueron útiles y consiguieron preservar la mayoría de sus escritos hasta el presente.

Se añade a lo anterior la dificultad de escribir sobre temas interiores, para los que no sirven «los términos vulgares y usados», según dice san Juan de la Cruz (C prólogo, 1). Los primeros escritos de Teresa suponen un tremendo esfuerzo para hacer luz en sus experiencias místicas, como ella misma confiesa: «Yo estuve muchos años que leía muchas cosas y no entendía nada de ellas; y mucho tiempo que, aunque me lo daba Dios, no sabía decir ni una palabra para darlo a entender, que no me ha costado esto poco trabajo» (V 12,6).

Su creatividad literaria

Para hacerse entender, comienza subrayando en libros de otros autores lo que se parece a lo que ella está viviendo. De ahí pasa a escribir breves Relaciones, que entrega a sus confesores y a personas letradas en busca de consejo. Más tarde elaborará una relación más pormenorizada, que después de varias redacciones dio lugar al Libro de la Vida, en el que todavía no domina todos los recursos del lenguaje para darse a entender: «Sentí en mi espíritu un no sé qué […], ni yo sabré decir cómo fue, ni por comparaciones podría» (V 33,9). En otra ocasión, añade: «Deshaciéndome estoy, hermanas, para daros a entender esta operación de amor y no sé cómo» (6M 2,3).

Precisamente esta incapacidad para comunicar sus experiencias, le hizo seguir leyendo toda su vida, para buscar palabras con las que explicarse y explicar a los otros lo que estaba viviendo. Cuando no las encuentra, opta por usar comparaciones o inventar imágenes novedosas que a ella le parecen «desatinos santos» (V 16,4).

Con el discurrir de los acontecimientos, las lecturas, las consultas a personas «letradas»  y la práctica, Teresa adquiere una fluidez cada vez mayor y se enfrenta a obras cada vez más complejas, con clara intención docente. Tanto sus escritos históricos y autobiográficos (Cuentas de Conciencia, Libro de la Vida, Fundaciones), como sus tratados espirituales (Camino de Perfección, el Castillo Interior, Meditaciones sobre los Cantares) y legislativos (Constituciones, Modo de visitar los conventos) intentan ser un acompañamiento para orantes, una guía en la conquista del propio mundo interior o sobrenatural, en lo que Teresa de Jesús llegó a ser una gran doctora, plenamente consciente de que en ese campo tenía una palabra que decir, avalada por su propia experiencia: «Son tan dificultosas de decir estas cosas interiores del espíritu que pasan con tanta rapidez [...]. Hablo de cosas sobrenaturales, que son las que no se pueden adquirir con el propio esfuerzo ni diligencia, aunque mucho se procure» (CC 54, 1-3).

Así, pues, al principio Teresa tuvo que luchar con el lenguaje, con la falta de palabras adecuadas para hablar de su experiencia sobrenatural; y durante toda su vida tuvo que enfrentarse con el contexto social, que discriminaba a las mujeres y no las permitía escribir (y menos aún sobre cosas interiores, siempre sospechosas de luteranismo). Precisamente las dificultades interiores y ambientales fueron la principal causa de su creatividad literaria. Solo si tenemos estos presupuestos claros, podemos acercarnos a su vida y a sus obras sin malinterpretar su mensaje, como se ha hecho muchas veces (quizás de manera inconsciente, pero no inocente).

Como no se puede entender la Biblia si no se tienen en cuenta el contexto en el que fue escrito cada libro (que equivale a saber «qué» preguntas concretas intenta responder el autor) y sus géneros literarios (que equivale a saber «cómo» las responde para que los destinatarios puedan entender), de la misma manera no se pueden entender los escritos de santa Teresa si no se pone atención a lo que dice, a cómo lo dice, y también a lo que ella no dice, pero podemos adivinar leyendo sus cartas y otros testimonios contemporáneos.

Hoy ya no se pueden seguir afirmando las mismas cosas que en años pasados, cuando no se disponía de estudios serios sobre el contexto histórico y la personalidad de santa Teresa. Por ejemplo, en la introducción al libro del Castillo Interior, hablando de la reacción de la Santa a la orden de escribirlo que le dio el P. Gracián, dice un autor: «Ante esta petición, que ciertamente ella no se esperaba, la Santa se sintió consternada y suplicó con insistencia al P. Gracián que le retirara esa orden, que la dejara hilar su rueca y seguir los actos de comunidad con las demás hermanas. Pero el superior no cedió [...]. Mientras la Santa estaba pensando cómo empezar ese trabajo, Dios vino en su ayuda con una espléndida visión. Hacía tiempo que la Santa quería ver un alma en gracia, y el Señor, que dispone las cosas con suavidad y sabiduría, escuchó los deseos de su sierva» (Egidio di Gesù, Prefazione al Castello Interiore, ed. OCD). Este autor continúa diciendo que escribió el libro en éxtasis e incluso que el folio se llenaba él solo de palabras mientras ella se encontraba en oración. (Es verdad que la primera edición es de 1950, pero es la que se conserva hasta el presente en italiano y ha sido reeditada en 2010 con la misma introducción).

La poesía como cauce de expresión

Para hacerse entender, usa imágenes y comparaciones, aunque siempre insiste en la incapacidad del lenguaje ordinario para verbalizar las experiencias más profundas: «El alma entiende muy bien que es llamada de Dios, y tan entendido, que algunas veces la hace estremecer y aun quejar. Siente que es herida sabrosísimamente, más no atina cómo ni quién la hirió. Se queja a su Esposo con palabras de amor, que no puede hacer otra cosa, porque entiende que él está presente [...]. Estoy deshaciéndome por daros a entender esta operación de amor, y no sé cómo; porque parece contradictorio entender que el Amado está claramente con el alma y parece que al mismo tiempo la llama con una señal tan cierta que no se puede dudar...» (6M 2,2).

Por eso intenta expresar con versos las experiencias que no puede contar de otra manera. En principio, ella no se sentía poeta. Sus primeros poemas surgen de una incontenible experiencia mística que busca cauces para comunicarse y descubre que el lenguaje ordinario es insuficiente. Hablando de sí misma en tercera persona, dice: «¡Válgame Dios, cómo está un alma en este estado! Toda ella querría ser lenguas para alabar al Señor. Dice mil desatinos santos. Yo sé de una persona que, con no ser poeta, le acaecía hacer de pronto coplas muy sentidas declarando bien su pena, no hechas de su entendimiento, sino que para más gozar la gloria que tan sabrosa pena le daba, se quejaba de ella a su Dios» (V 16,4).

De su primer poema en concreto, ella misma refiere que lo compuso en 1557, estando en oración, en casa de Dª Guiomar de Ulloa y que le brotó de una manera espontánea (Cta 167,36), aunque al transcribirlo no lo recuerda entero. Lo que escribió en aquella ocasión es lo que se ha conservado hasta el presente. Dice así:

«¡Oh, Hermosura que excedéis
a todas las hermosuras!
Sin herir dolor hacéis
y sin dolor deshacéis
el amor de las criaturas.

¡Oh, nudo que así juntáis
dos cosas tan desiguales!
No sé por qué os desatáis,
pues atado fuerza dais
a tener por bien los males.

Juntáis quien no tiene ser
con el ser que no se acaba;
sin acabar, acabáis;
sin tener que amar, amáis,
engrandecéis nuestra nada» (P 3).

Al menos a partir de este momento (de antes no tenemos constancia), la poesía y el canto (coplas, villancicos, cantarcillos) serán para ella importantes medios para expresar sus sentimientos. Algunos poemas tendrán el mismo origen que el anterior, otros los compondrá adaptándose a músicas previas, para ser cantados y bailados en la recreación de las monjas. Incluso varios tendrán forma dialogada, para ser interpretados por varias solistas alternándose con el coro. Los recoge en sus cartas, los envía como regalo a sus amistades, comenta los que componen otras personas y los intercambia: «No sé qué le envíe, si no es estos villancicos que hice yo. […] Tienen graciosa tonada» (Cta 163,23); «Las poesías también vengan» (Cta 395,18), etc. Desde entonces, en el Carmelo quedó la costumbre de realizar e interpretar composiciones piadosas en las fiestas conventuales.

Cuando en 1560 experimenta por primera vez la transverberación, siente que su amor era tan intenso, que le parecía como si un ángel le clavara un dardo de fuego en el corazón y le arrancara las entrañas, dejándola abrasada de amor: «Creciendo en mí un amor tan grande de Dios, que no sabía quién me lo ponía [...]. Me veía morir con deseo de ver a Dios» (V 29,8). A pesar de las muchas veces que este episodio ha sido representado en el arte, especialmente en la famosa escultura de Bernini en la iglesia de Santa María de la Victoria de Roma, ella misma explica que no se trata de un ángel real, ni tampoco es real el dardo ni el fuego, sino que son las imágenes sensibles con las que ella narra acontecimientos inefables: «Es una manera de herida que parece al alma como si la metiesen por el corazón una saeta. Así causa un dolor tan grande, que la hace quejarse; y tan sabroso, que no querría que le faltase nunca. Este dolor no es en el sentido, ni tampoco es llaga material, sino en lo interior del alma» (CC 54,14).

A la hora de servirse de la imagen del ángel con el dardo para explicar esa altísima experiencia del amor de Dios, seguramente influyó en Teresa el haber visto muchas veces representado el amor como Cupido, un pequeño ángel que dispara sus saetas, así como las poesías amatorias de la época, que presentaban al amado como un cazador y a la amada como una cierva vulnerada, que solo puede encontrar descanso en aquel que la hirió con los dardos de su amor. Ella misma se sirvió de este trasfondo para cantar lo que había vivido:

«Ya toda me entregué y di
y de tal suerte he trocado
que mi Amado es para mí
y yo soy para mi Amado.

Cuando el dulce Cazador
me tiró y dejó rendida,
en los brazos del amor
mi alma quedó caída.
Y, cobrando nueva vida,
de tal manera he trocado,
que mi Amado es para mí
y yo soy para mi Amado.

Hirióme con una flecha
enherbolada de amor
y mi alma quedó hecha
una con su Criador.
Yo ya no quiero otro amor,
pues a mi Dios me he entregado,
y mi Amado es para mí
y yo soy para mi Amado» (P 1).

Aunque ella procuraba pasar desapercibida y solo comentaba estas experiencias íntimas con el confesor, a medida que se multiplicaban sus gracias místicas, crecieron las habladurías e incomprensiones en la ciudad, por lo que de nuevo hizo uso de la poesía para intentar explicar lo que sentía:

«¡Cuán triste es, Dios mío,
la vida sin ti!
Ansiosa de verte
deseo morir.

Carrera muy larga
es la de este suelo,
morada penosa,
muy duro destierro.
¡Oh, Dueño adorado
sácame de aquí;
ansiosa de verte
deseo morir...» (P 6).

Si la poesía le sirve para expresar sus ansias del cielo («Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero…»), también se vale de ella para confesar que solo quiere lo que Dios quiera y que está dispuesta a permanecer sobre la tierra hasta el fin del mundo si con sus trabajos puede salvar una sola alma («Vuestra soy, para vos nací, / ¿qué mandáis hacer de mí?)».

 

AUTOR: P. Eduardo Sanz de Miguel, OCD

TOMADO DEL LIBRO: Inquieta y andariega. Enseñanzas de santa Teresa de Jesús para nuestros días