Teresa nace y vive en Castilla, que era el corazón de España y que marcaba en Occidente los caminos de la política, de la cultura e incluso de la moda. En esos años la «monarquía católica» hispana alcanzó su máximo poderío económico, militar y político...
Teresa de Cepeda y Ahumada vivió durante el «Renacimiento» europeo, en tiempos de la Reforma protestante y del Concilio de Trento. Entre otros, fue contemporánea de Erasmo de Roterdam, Martín Lutero, Miguel Ángel Buonarroti, Carlos V y Felipe II.
La suya fue una época compleja, de profundas transformaciones geográficas, que ensancharon la percepción del mundo con el descubrimiento de América y las conquistas en África y Asia. La sociedad medieval (agrícola y rural, de subsistencia) dio paso a una realidad nueva (urbana, en la que el comercio y los talleres artesanales adquieren cada vez más importancia). Los cambios socio-económicos fueron acompañados por nuevas estructuras políticas (surgieron los estados modernos) y culturales (las universidades y la imprenta adquirieron una importancia fundamental en la trasmisión de las ideas). Podemos hablar de un verdadero cambio epocal, que afectó a todos los ámbitos del vivir y del pensar. También a las formas de practicar la religión.
Salvando las distancias, fue algo similar a lo que sucede en nuestros días, en los que las viejas estructuras sociales, educativas, políticas y religiosas están en crisis, sin que consigamos adivinar claramente hacia dónde nos dirigimos.
Castilla en el s. XVI
Teresa nace y vive en Castilla, que era el corazón de España y que marcaba en Occidente los caminos de la política, de la cultura e incluso de la moda. En esos años la «monarquía católica» hispana alcanzó su máximo poderío económico, militar y político. Es el llamado «siglo de oro» español, en el que las universidades de Salamanca y Alcalá eran referentes culturales a nivel europeo; las Bellas Artes conocieron un desarrollo y una creatividad sin precedentes en los pueblos y ciudades de España, que se llenaron de templos, palacios, hospitales, edificios públicos y fuentes.
Por entonces compusieron su música Juan del Encina y Tomás Luis de Victoria y escribieron Garcilaso de la Vega, fray Luis de León, Lope de Vega, Góngora y Cervantes. Arquitectos, escultores y pintores italianos y flamencos se asentaron en las ciudades españolas, que también se enriquecieron con las influencias artísticas que llegaban del lejano Oriente, a través de Filipinas y con el incipiente arte colonial americano. Mientras Juan de Herrera construía el Escorial, Diego de Siloé, Juan de Juni y el Greco realizaban sus mejores obras.
A esta enorme producción artística y literaria se une la sorprendente creatividad religiosa de una sociedad hambrienta de Dios: entre mediados del s. XV y mediados del s. XVI (cuando empiezan a aparecer los Índices de libros prohibidos), en España se publican cientos de libros de ascética y mística. Además, sus campos y ciudades se llenan de conventos grandes y pequeños, de ermitas y colegiatas, de cofradías y asociaciones religiosas. La principal actividad social de la época era participar en sermones y en otras funciones religiosas. En todas las familias había varios miembros que se consagraban al servicio del Señor en su propia patria o en las misiones de ultramar. Quizás la característica más sobresaliente de la época sea la profunda inquietud religiosa, que afectaba por igual a todas las capas de la sociedad.
Desde el corazón de Castilla, Felipe II gobernó un imperio como nunca se había dado antes ni se ha repetido después, «en el que nunca se ponía el sol», compuesto por las tierras de Castilla y sus posesiones del norte de África, así como América y Filipinas; Aragón y sus posesiones en el sur de Francia y en el Mediterráneo: Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Orán, Túnez, el Rosellón, el Franco-Condado, Cataluña y Valencia; Navarra, los Países Bajos, el Imperio romano-germánico, el Milanesado, Portugal y sus colonias de África y Asia.
Guerras y conflictos
No fue fácil mantener unidas tierras y gentes tan distintas y lejanas entre sí. Las tropas españolas se vieron envueltas en numerosas guerras internacionales: En primer lugar estaban las conquistas en el Pacífico y en América, en las que participaron muchos conocidos y parientes de Teresa. Cuando ella contaba 13 años sabe que ha llegado a Toledo Hernán Cortés, conquistador del imperio de Moctezuma, acompañado por indios, animales y frutos exóticos. Poco después, todos sus hermanos varones y otros parientes y conocidos de Ávila partieron hacia las Indias, donde lucharon al lado de los fieles a la corona contra Pizarro y los rebeldes.
Entre todos los enfrentamientos armados de la época, el más largo y doloroso fue el de las guerras de religión entre católicos y protestantes, que devastaron Europa entre 1524 y 1648. Es verdad que la causa real era normalmente el choque entre las pretensiones de los príncipes territoriales y las del emperador, así como los intereses económicos de las potencias europeas. Pero las distintas facciones tomaron posturas a favor de Roma o de Lutero. Ello conllevó que algunas prácticas cristianas tradicionales que hasta el Concilio de Trento eran normales, pero que eran favorecidas por los reformadores (como la lectura de la Biblia o la oración silenciosa), fueran miradas con recelo e incluso prohibidas en los ambientes católicos.
Los Tercios españoles, además de en las guerras de conquista y en las de religión, se vieron envueltos en muchos otros conflictos: enfrentamientos con Francia por el control de Nápoles y el Milanesado (el mismo padre de Teresa participó como caballero en la guerra de Navarra, en la que resultó herido san Ignacio de Loyola), con el Papado por otros intereses en la península italiana (el famoso «sacco» de Roma tuvo lugar cuando ella contaba doce años), con los berberiscos y los turcos otomanos por el control del Mediterráneo (la batalla de Lepanto tuvo lugar en 1571), con Inglaterra por el control del Atlántico (el fracaso de la armada invencible es de 1588), con los Países Bajos que buscaban la independencia, con Portugal por derechos sucesorios..., sin que faltaran las revueltas de los moriscos en el interior de la península Ibérica (de 1568 a 1571 se desarrolló la guerra de las Alpujarras granadinas).
Demasiados enfrentamientos para una población de apenas seis millones de habitantes. En España, especialmente las familias castellanas vieron partir uno tras otro a todos sus varones. Comenzaron a faltar los brazos necesarios para el cultivo de la tierra. Esto, unido a algunos años de sequía y al continuo crecimiento de los impuestos para mantener esa gran máquina belicista, provocaron el hambre y la miseria entre la población. Además, la llegada del oro y la plata americanos hizo crecer la inflación, a pesar de que una gran cantidad pasaba directamente de las galeras a los depósitos de los prestamistas extranjeros. La monarquía hubo de anunciar la bancarrota en varias ocasiones. Todas estas cosas provocaron numerosas revueltas populares (insurrecciones en Flandes, en Castilla, en Aragón, en Valencia, etc.), que fueron aplastadas sin miramientos. El pueblo tuvo que desarrollar su ingenio e inventar mil tretas para sobrevivir. La literatura picaresca de la época, como La Celestina o El Lazarillo de Tormes, describe perfectamente las contradicciones de aquel tiempo.
Mujer consciente y afable
Teresa fue plenamente consciente de todas estas realidades. Es sorprendente la cantidad de referencias que encontramos en sus obras al Concilio de Trento, a las guerras de religión, a las revueltas de los moriscos, a los enfrentamientos con Francia y Portugal, a los procesos inquisitoriales y a los índices de libros prohibidos, a las conquistas americanas y a los productos que de allí llegaban: patatas, cocos, pipote, tacamata...
Teresa tuvo relación directa o epistolar con personas de todos los estratos de la sociedad del momento: el rey Felipe II y sus secretarios, correos mayores y administradores, príncipes e infantas, virreyes, cortesanos y nobles rurales, profesores universitarios y estudiantes, campesinos y mendigos, banqueros y mercaderes, albañiles y arrieros. Entre los eclesiásticos se trató con cardenales, nuncios y obispos, teólogos y misioneros, religiosos de casi todas las congregaciones contemporáneas, poderosas abadesas y beatas pícaras, sin olvidar a numerosos Santos canonizados de su época: san Pío V, san Pedro de Alcántara, san Juan de Ávila, san Luis Bertrán, san Francisco de Borja, san Juan de Ribera, san Juan de la Cruz. Algo inaudito para una mujer del s. XVI y más aún ¡monja de clausura!
Nos encontramos ante una mujer dotada de una inteligencia despierta, de una voluntad intrépida y de un carácter abierto y comunicativo. Su ingenio y simpatía la convirtieron en la hija preferida de sus padres y capitana de todos los juegos de infancia. Ella misma reconoce que «las gracias de naturaleza que el Señor me había dado, según decían, eran muchas» (V 1,9). Un contemporáneo suyo, el P. Pedro de la Purificación, escribió: «Una cosa me espantaba de la conversación de esta gloriosa madre, y es que, aunque estuviese hablando tres y cuatro horas, tenía tan suave conversación, tan altas palabras y la boca tan llena de alegría, que nunca cansaba y no había quien se pudiera despedir de ella». Parecido es el testimonio de la Hna. María de san José: «Daba gran contento mirarla y oírla, porque era muy apacible y graciosa». Fray Luis de León añade: «Nadie la conversó que no se perdiese por ella».
Su simpatía natural le abrió numerosas puertas y le ayudó a entretejer una compleja red de relaciones y de amistades incondicionales con personas de las más variadas proveniencias sociales, aunque también le creó serias dificultades entre los que no veían compatibles la afabilidad y la santidad. Ella tenía muy claro que «cuanto más santas, han de ser más conversables», porque «la caridad crece al ser comunicada». También decía: «Dios nos libre de los santos encapotados», porque «un Santo triste es un triste Santo» y «un alma apretada no puede servir bien a Dios». Y le gustaba repetir: «Tristeza y melancolía, no las quiero en casa mía». Pero la mayoría de sus contemporáneos identificaban la santidad con la gravedad y consideraban que la sencillez y el buen humor eran sinónimos de superficialidad.
AUTOR: P. Eduardo Sanz de Miguel, OCD