No es fácil hablar del mal. Sentimos, quizá hoy más que nunca, un rechazo visceral a enfrentarnos con una realidad que contrasta nuestra cultura del bienestar y del consumo. La anestesia combina bien con la dureza del corazón que, al fin, no duda en cerrar los ojos ante la oscuridad del mundo y el dolor de la humanidad. De todos modos, y aunque no queramos, el mal está presente a lo largo de la historia, hiriéndola. Francisco Palau vivió en su carne con fuerza las consecuencias del mal. Invasiones, hambrunas, persecución, cárcel, guerras… para él no eran titulares de periódico, sino realidades dolorosas que acompañaron su existencia y la de su pueblo. Antes que hablar del mal, lo padece y esta experiencia se transformará en una preocupación constante como hombre de fe, místico.
Con todo, la mentalidad de la época, tanto cultural como religiosa, hace sentir un peso fuerte sobre el P. Palau. Las corrientes apocalípticas o el espiritismo, por poner algún ejemplo, son acentos perceptibles en él, pero totalmente extraños a nuestra mentalidad. La visión del mal dentro del esquema pecado-justicia-castigo-satisfacción, propia del momento, también se palpa notablemente en las páginas palautianas. Es preciso, por tanto, contextualizar para descubrir el aliento propio del místico que, ante todo, no vive de un Dios vengativo y justiciero, sino profundamente misericordioso. Porque Dios es Amor, la misericordia nace como fruto del amor divino que, derramado en nuestro interior, se extiende hacia el prójimo (Cf. Escritos, 528). Ésta será la clave para comprender su modo de situarse ante el mal.
El mal en la historia: una lectura de fe.
La presencia del mal en la historia es, sin duda, una preocupación de nuestro místico. Las páginas del periódico El Ermitaño dan fiel testimonio de ello. Su mirada a la historia, fuertemente condicionada por su contexto cultural, nos resulta quizá un poco ingenua, tan dramática y tan llena de recursos míticos. Sin embargo, permanece el vigoroso intento de comprender la historia de su mundo roto dentro del proyecto de Dios para la humanidad y de la misión de la Iglesia.
Ajeno a los análisis científicos, Francisco carece de instrumentos para una lectura de la historia, tal y como hoy la conocemos, pero tampoco pretende hacer una teoría de la misma. Para él se trata exclusivamente de una cuestión de fe. La imagen del ermitaño que desde la cima del monte grita al mundo es, probablemente, muy sugerente de la intención de este místico.
El monte y la cueva no son un escondite para huir de un siglo confuso y revolucionario. Por el contrario, serán espacio de una soledad sonora que se acerca al Misterio de Dios llevando en el corazón los avatares del mundo. La distancia física no es sino cercanía amorosa que, por ser antes que nada creyente, necesita el silencio para sumergirse en la contemplación. Sólo en soledad y diálogo contemplativo encontrará el recio espíritu de Francisco la luz para alumbrar caminos nuevos y la fuerza para responder a un mundo desgarrado.
El ermitaño sube al monte porque no está dispuesto a evadirse de los problemas del mundo que le duele porque está lejos del proyecto de Dios. Cuando esto sucede no podemos cerrar los ojos porque se genera mucho dolor, ¡el problema del mal nunca es teórico! La injusticia, la guerra, las mil formas de violencia, la exclusión, la mentira, la corrupción, el hambre… todo esto nace del ser humano y lo lacera. ¿Cómo hablar de Jesucristo y su Evangelio, cómo hablar del Reino de Dios ignorando aquello que lo rechaza? Porque esto pretende el ermitaño: descubrir el sentir y querer de Dios en la historia para transformarla.
Esta convicción se extiende desde la situación estrictamente religiosa a la histórica y social. Todo lo que es contrario a la voluntad de Dios dentro de la sociedad, lo que combate a la Iglesia y lo que destruye la vida de las personas pertenece para él dentro del misterio del mal que Cristo venció. Por eso, comprende la lucha contra el mal como una consecuencia natural de la fe en Cristo y como un compromiso propiamente de Iglesia puesto que prosigue en el mundo la misión del Maestro. Este será siempre un aspecto notable de su vivirse en comunión en y con la Iglesia, en y con la humanidad en Cristo: un profundo compromiso con el mundo y la historia.
Ésta es la mística de las soledades palautianas, que lleva dentro el sufrimiento del prójimo como suyo propio. El ascenso de la montaña es verdaderamente un adentrarse en la contemplación y sumergirse en el misterio de la historia a la luz de Dios. El Cristo que contempla Francisco lleva en su Cuerpo a toda la humanidad y padece en su carne el sufrimiento de cada ser humano. Desde aquí alzará su voz hacia el mundo.
A vueltas con el pecado o el mal dentro de nosotros.
Aquí tropezamos con una piedra incómoda para nuestra mentalidad, el pecado. Francisco Palau, dentro de su extenso ministerio pastoral, no se dedica a hacer lecturas moralistas o legalistas del pecado, pero tampoco ignora las posibilidades negativas de nuestra libertad. Somos llamados a la vida y al amor, a la amistad con Dios y a la fraternidad, pero nuestra respuesta al don divino es frágil y, en no pocas ocasiones, incluso rechazo. En nuestra libertad, aquí está lo trágico, se juega la realización del ser humano con sus consecuencias sobre el mundo, la sociedad, etc. Cuando aparece el no a Dios, aparecen también el desorden, la ruptura, el mal.
Ante esto, la visión del P. Palau es clara. Primeramente, importa reconocer este mal fruto de la libertad dentro de un contexto de gracia. “Es necesario que hablemos de la bondad y misericordia de Dios […] si se habla de justicia, se ha de hablar también de misericordia” (Escritos, 95) y, con ella, de la confianza, de la esperanza y de la fe. Hay que hablar de la conversión al amor. Aquí se encuentra su más fuerte acento: la fe en el Dios de la misericordia que nos invita al regreso y a la comunión. Por esto, Francisco nunca será un agorero en medio de las gentes, sino un pastor consciente de una misión resumida en estas palabras de la Iglesia: “marcha, anuncia al mundo el perdón y la remisión de sus pecados” (Escritos, 740). Anuncia la misericordia y la reconciliación.
Esta preocupación representa el reverso de un empeño pastoral muy suyo: fomentar el crecimiento en la virtud como desarrollo de la gracia y del amor. Éste es el camino de la felicidad y la plenitud (Cf. Escritos, 279-280) porque la virtud expresa y concreta lo que significa vivir como imagen de Dios en el mundo, amando a Dios y al prójimo como Cristo (Cf. Escritos 286-287).
El mal que deja víctimas: los “energúmenos”.
El ministerio del exorcistado representa una de las características del P. Palau, pero resulta al mismo tiempo desconcertante. Antes que nada, este peculiar servicio nos pide despojarnos de prejuicios y contextualizar. El mismo nombre que aplica a estas personas que él considera poseídas por el diablo, “energúmenos”, nos llega con un fuerte sentido peyorativo. A pesar de todo, hemos de preguntarnos ¿qué hay detrás de este ministerio del que confiesa “está entrañado hasta la médula de mis huesos”? (Escritos, 1269).
En primer lugar, encontramos numerosas personas que acuden con sus familias a Vallcarca (Barcelona) buscando ayuda del pobre ermitaño. Enfermedades extrañas, muchas de ellas mentales, de intenso sufrimiento y marginación social se unen a no pocas situaciones de abuso y violencia, una situación “la más horrenda de cuantas calamidades posibles afligen al hombre, mirado en individuo y la familia a que pertenece” (Escritos, 1381). Padecen el mal inocentemente. Sin ayuda ni refugio, el P. Palau se siente profundamente interpelado: son hijos e hijas de la Iglesia, son Cuerpo de Cristo sufriente. Para él sólo cabe una respuesta, la del amor, tan apasionado y desmedido como sólo el místico puede soñar.
Comprende que Dios mira con profunda compasión este “cuadro horripilante” y lo acoge con voluntad salvadora. ¿Quién hará presente la salvación de Cristo para estas personas inocentes y abandonadas en su dolor? “Dios no obra en el hombre sin el hombre” (Escritos, 1387) será una divisa de Francisco exorcista donde expresa una profunda convicción creyente. Cree en la salvación integral de Cristo que se ofrece en el hoy de la historia como vida y liberación. Cree también en la Iglesia mediadora, comunidad que hace presente al Señor y su misión. Cada creyente se encontrará siempre con la responsabilidad de ser mediación de salvación, o de perdición, para los demás. El amor reclama una sola respuesta: ¡sirve!
Francisco es consciente de la dificultad de la empresa, puesta providencialmente ante sí, y de las acusaciones que, tanto fuera como dentro de la Iglesia, no tardarán en surgir. Le acusarán de “aprobar la superstición y el fanatismo”, de “visionario y delirante”, pero él permanece fiel a la Amada. Esto supone fidelidad al Señor y a su misión, fidelidad inquebrantable hacia la humanidad sufriente. El rostro de Cristo se hace visible en cada uno de los enfermos que a él acuden y en ellos sirve a la Iglesia, Cuerpo de Cristo.
El místico de la Iglesia vive también la intensa experiencia contemplativa desde su ministerio de exorcista. Será en Vallcarca, escenario del horror y del amor, donde su Amada le dice: “lloro con los que lloran y sufro con los que sufren”, tan identificada con sus miembros heridos que “me verás triste, afligida y dolorida en medio de los enfermos y atribulados” (Escritos, 827). Allí le encontraremos a él, dispuesto a dejar su vida junto a las víctimas del mal porque en ellas ha contemplado el rostro de Dios.
AUTOR: Hna. María José Mariño, CM